Los trajimos al pueblo

Aquello fue digno de salir en los cantares, como decimos aquí. O en términos precisos de medida: “el recopetín”. La ocasión la puso en bandeja la otrora maldita política. El caso es que el único diputado de “La Mancha Existe” recibió la atención de la nación ya que su voto era el que decidía la composición del nuevo gobierno. Por una vez pudimos exigir. Además de prebendas de alta velocidad, untamientos varios (el dinero es más fácil de repartir que la cecina o el vino durante la pausa de la vendimia), nuestro diputado lanzó un órdago cuando estaba casi cerrado el trato: “Quiero además que el campeón de liga juegue un partido con el equipo de mi pueblo”. Y el que se convirtió luego en presidente, ducho en arte de elevarte hoy a los altares y mañana quemarte por brujo, concedió lo imposible: “Barato me compras” –dijo, sellando el pacto con un blando y sudoroso restregón de codo.  

Aquello fue la más alta ocasión que vieron los paisanos. El campeón de liga y reciente campeón de Europa frente a un equipo de tercera regional. Creo recordar que se amañó una primera ronda de copa o que se cambió una de las bolas de los equipos en el sorteo, pero eso es lo de menos. Nos dispusimos a ver a los mejores futbolistas in vivo, una expectativa nos causaba vértigo por proyectarnos al universo de los medios. La barbería de Pelayo no dio abasto durante dos días, y la gente no paró de viajar de compras a la capitalilla para ir a la moda, que la ocasión bien lo merecía.

Cuando aparecieron en el campo todo fueron malas caras por parte de los profesionales. Y eso que el campo de tierra, ubicado sobre la antigua era, estaba recién regado y tenía las rayas pintadas con la mejor cal del calerín, que relucían como el sol. El amago de vuelta a los corrales de los señoritos se apaciguó después de una llamada oficial de teléfono al entrenador, tras la cual se quedó mudo, con la cara muy blanca y negando con la cabeza.

Finalmente empezó el partido y pudimos comprobar que los campeones empezaron con desgana, pese a que aún al trote corrían mucho más que los nuestros dándolo todo. Es que estaban muy delgados, los malcomíos. Estábamos entregados disfrutando con las incursiones de Roberto el de la gasolinera, o de Josesete Berlanga, el hijo del cura que solo estuvo tres meses en el pueblo. Y entonces empezó el jaleo. Parece ser que alguno de los señoritos se ofendió por algún comentario “Viustealamierda…” o que alguno llamó muerto de hambre al pichichi y se mosqueó; pero vamos, que si no sabes aguantar un comentario no sé para qué vienes al pueblo, piojoso. Quizás fue eso lo que le llamamos, da igual.

El nota ofendidito se remanga las medias de la marca esa del mercadillo pero de las buenas y se pone a regatear a todo cristo abusando de nuestra hospitalidad. Y al llegar al área chica, Cristianell Messaldo, el mejor delantero del mundo, recibió una brutal patada de Jacinto el fresador, nieto de tiracoces. En defensa de Jacinto hay que decir que no fue culpa suya, porque lanzó la pierna a tocar bola, pero Cristianell se movía tan rápido el jodio, que él solo se colocó encima de la bota de Jacinto. Eso le pasa por espabilado y aprovechón, que el pobre Jacinto siempre jugó de defensa por ser gordo y un poco cojo. El problema es que le arreó con la pierna buena, la de apretar el pedal del macho pilón, y sonó un chasquido seco a algo roto. Enseguida la estrella empezó a chillar como una nenaza y a revolcarse, igualico que hace en la tele. Los del pueblo estallamos en una sonora carcajada, y los profesionales se pusieron a quejarse con unos aspavientos y unas alharacas que nos parecieron improcedentes.

El agua fresca del botijo y medio bote de reflex no cambiaron la cosa. Pedían llamar al médico, pero el acuerdo con el diputado solo cubría la asistencia de doce jugadores y el entrenador, por lo que hubo que llamar a Mariano el veterinario. Llegó todo sudado al contao, pero en ese ratejo los pijos forasteros se pusieron muy nerviosos y a nosotros se nos empezaron a hinchar las narices porque el buenazo del veterinario se había dejado los cerdos a medias por ayudar. Sabiendo todos que matanza, vendimia y aceituna son sagradas, que a los abuelos se les hubieran abierto las carnes por el gesto, recordando que el gorrino en guerra había salvado más vidas que la penicilina. Mariano acarició la melena de la estrella para tranquilizarlo, descubriendo que la lesión era grave y no tenía solución. Automáticamente –veinticinco años de experiencia profesional, la opción era clara- le pegó un tiro rápido en la cabeza al de la pata rota para evitar que sufriera. Era lo que había hecho toda la vida; haber traído otro médico vosotros, ansiosos. Y aquello se fue de madre en un momento, no porque nos llamaran asesinos o hijos de puta, sino porque dijeron “pueblo de mierda…”; y todo tiene un límite.

Al final la cosa no acabó bien. La guardia civil tuvo que dispersar a tiros a los señoritos de mierda ayudados por la práctica totalidad de los vecinos. Los apedreamos hasta la linde del pueblo y luego nos fuimos todos a emborracharnos. La tiempla fue de órdago, porque ninguno nos acordamos de la última parte de la persecución. Ahora tenemos el problema del autobús de lujo desierto taponando el cauce del rio, pero como justo está empotrado en el límite del pueblo aparentemente es un problema de la Diputación, seguro que nuestro representante nos lo resuelve. Vaya gilipollas los forasteros, con la ilusión que teníamos. No los hemos vuelto a ver.

Publicado por docgracia

Investigador, ciclista y escritor...

2 comentarios sobre “Los trajimos al pueblo

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