Estaba todo planificado. Era entrar y salir. Un pequeño banco de un pequeño pueblo cuyo nombre nunca salía en ningún sitio. Gente sencilla y temerosa de Dios y complicaciones. Pocos medios para detectarlos, hacerles frente o incluso perseguirlos. Pan comido, en unas horas en la frontera y en pocos días tumbados en la playa. El problema es que era el pueblo equivocado.
Comenzaron bien. Sin detectores de metales a la entrada del banco, al contrario de lo que ocurre en las entidades de ciudades pequeñas, e incluso en los centros escolares. “Dios bendiga la américa profunda” -pensó el más alto al entrar-, relamiéndose con la imagen que contemplaba: cinco pueblerinos palurdos esperando a ser atendidos por dos empleados del otro lado de un mostrador sin cristal de seguridad. En los pueblos a la gente le gusta verse cara a cara. Dios bendiga América. Acababan de entrar los tres atracadores al banco, estaban dentro sin ningún impedimento portando tres revólveres y una escopeta de caza camuflada debajo de la gabardina. Una única cámara de seguridad llena de suciedad y telarañas. Inservible desde hace mucho tiempo. Esto iba a ser como robarle el caramelo a un niño. Tres zorros campando a sus anchas en el corral de las gallinas. Dios bendiga a América.
Todo muy profesional y rápido. Un grito, todo el mundo al suelo, esto es un atraco… bla bla.., mientras se sacan las armas y se asegura que si colaboran todo va a salir bien y nadie resultará dañado. Ante la miraba sorprendida de los palurdos, lentos hasta para tirarse al suelo y colaborar en un atraco, mi compañero dispara al aire. Se van a cagar de miedo y posiblemente ni se alerte la gente del exterior, porque a esa hora no había nadie por la calle y la oficina de sheriff estaba en la otra punta del pueblo. Demasiado calor para salir aquella tarde.
El problema es que cuando el palurdo con el peto lleno de grasa saca sus sucias manos de los bolsillos en una de ellas lleva un revólver, apunta y dispara sin mirar. Esto nos pilla por sorpresa y nos obliga a parapetarnos detrás de un mostrador de la entrada. El problema continua cuando esos hijos de puta nos hacen frente, y de repente nos encontramos intercambiando disparos frente a un arsenal de al menos cuatro armas. Aprovechamos un momento de calma –posiblemente de recarga- para poner pies en polvorosa y salir a escape en el coche que tenemos arrancado a la salida. Otra vez será.
El auténtico problema para los atracadores es que en menos de cuatro minutos los palurdos se han organizado y hay tres pickups llenas de pueblerinos armados que los persiguen a toda velocidad. Habían atracado el sitio equivocado. En el sur de Texas no se tolera que alguien te apunte, es una cuestión de orgullo sureño. La encantadora anciana Angie O’connor estuvo a punto de sufrir un síncope en el mostrador, pues al sacar de su bolso el enorme Colt Dragoon de su marido -que en paz descanse-, casi alcanza con su disparo a Barnie, el de la agencia de seguros. Eso no se puede consentir, sobre todo de forasteros. Menos mal que los cinco clientes y los dos empleados estaban armados, y la reacción instintiva en el sur no es levantar las manos, sino desenfundar, vaquero. Por suerte acudieron algunos chicos que hacían la compra semanal de comestibles para el rancho Thorton, y se organizó rápidamente una persecución. Costó poco convencerles, la verdad. Incluso algunos lanzaban gritos de alegría “Yi-haaaa, yi-haaaa” y disparos al aire. Fueron reprobados por el Sheriff, que indicaba que había que ahorrar municiones hasta que llegaran los refuerzos. Nadie le hizo caso. En seguida se nos unió a toda velocidad la preciosa camioneta restaurada –trucada- del clérigo y el camión de bomberos, éste especialmente valioso porque tenía acoplada al techo una ametralladora de gran calibre, no entro en explicaciones sobre este hecho.
El caso es que la polvareda de los fugados fue un rastro fácil de seguir, a pesar de que conducían un coche potente y de su ventaja. Por fortuna el Dodge de los atracadores reventó una rueda al pisar una de las trampas de osos de Jack Huges, justo antes de la incorporación a la carreta estatal. Jack es el tonto del pueblo, y a veces se dedica a fastidiar a Trevor Smith, porque sale con una chica que le gusta, y porque tiene una moto. Siempre dice que va a atrapar su Harley con una trampa, pero pese a todo no es mal chico. El caso es que casi vuelcan, y se vieron obligados a refugiarse en el establo del viejo Stampy. En un momento el establo se rodeó de cientos de perseguidores y otros curiosos armados, y se empezó a decidir la estrategia a seguir. La mayor parte de la gente proponía ahorcarlos o quemar el establo, pero el viejo Stampy casi le vuela la cabeza al primero que sacó una lata de gasolina, así que esperamos la llegada del gobernador, que por fortuna estaba cerca en una cacería. Mientras tanto el reverendo Lonergan comenzó a rezar, mientras meditaba sobre el uso de la fuerza en linchamientos y la doctrina de la fe que quizás se oponía a ella. Su expresión seria mostraba un gran sufrimiento interno.
Por desgracia el picapleitos Martin Feeney nos ha prohibido que hablemos del fin de la jornada. Solo puedo decir que todo salió bien y que los presentes tenemos una buena historia que contar, siempre que seas del pueblo, claro. Si puedo decir, para tranquilizaros, que organizamos una colecta, reconstruimos el establo del viejo Stampy y regalamos a la señora O’connor un arma más ligera.
Al día siguiente el único visitante del lugar de los hechos fue un perro, que olisqueando encontró el alzacuellos del reverendo Lonergan en un bidón de la basura oxidado cerca del establo. ¿Cómo demonios había llegado allí? Dios bendiga la América Profunda.
Foto: Escena de la película Comanchería