Muchos lo habéis visto. Es un documental de la 2 en el que un gigantesco rebaño de decenas de miles de ñus se queda parado frente a un río cenagoso infestado de cocodrilos. La cautela hace que ninguno se aventure a cruzar, no saben cuánta profundidad tiene, el número de cocodrilos u otros peligros que se concentrarán sobre el primero que lo intente. La masa de animales se acumula en torno a la orilla y el pánico cunde entre los primeros, que no pueden retroceder y son empujados desde atrás. Los cocodrilos miran, expectantes. El tiempo pasa, si el rebaño no cruza perecerá. Y de repente, viene desde atrás un ñu un poco más delgado que los machos alfa, los líderes de la manada, con los ojos inyectados en sangre. Repite la parada en torno al borde del río, pero solamente para tomar impulso y deslizarse sin pensarlo por la pendiente que conduce al agua y seguir avanzando dentro de ella. Entonces, como si alguien hubiera cortado una cadena invisible que los retenía, una marea de animales se introduce frenéticamente en el agua siguiendo al primero. La violencia, el número de la manada, hace disuadir a los depredadores de atacar a las presas, y sólo pueden capturar algunas piezas que se han ahogado por enfermas o exhaustas. Una vez más el rebaño ha sobrevivido porque uno de sus miembros estaba preparado genéticamente para hacer sin dudar algo que el 100% considera una locura (video).

En resumen, las especies tienen a ciertos elementos preparados para hacer determinadas cosas impensables, aparentemente ilógicas, en el momento de la verdad. El problema es que estos elementos habitualmente desentonan dentro del rebaño. Suelen causar recelo o rechazo. Si la manada es de humanos suelen ser personas solitarias que se consideran parias de la sociedad. A veces ahogan en alcohol el hecho de que no puedan desarrollar su cometido en un blando rebaño de cobardes. Son morralla, pero cuando las cosas se tuercen siempre acaban en primera línea dando la cara. Curiosamente.
Por suerte o casualidad este raro gen está especialmente presente en los desgraciados habitantes de un país con forma de piel de toro. Como el caso en 1547 de un pobre soldado de los tercios que se llamaba Cristóbal Mondragón, de padres vascos. El emperador Carlos V va a cruzar con su ejército el río Elba por el paso de Mühlberg. Una avanzada del Duque de Alba descubre que los enemigos en retirada han quemado el puente improvisado de barcazas y se han hecho fuertes en la otra orilla. Le han cortado el camino al Emperador que está a punto de llegar, algo inadmisible. Alba está nervioso, los de enfrente se defienden con arcabuces, el paso está cortado. Ahí es donde Cristóbal, con ojos inyectados en sangre y blasfemando –creo que les sonará el gesto- se tira él solo al río con la espada entre los dientes y nada hacia la otra orilla intentado esquivar los disparos de arcabuz. Su capitán y otros nueve compañeros lo secundan –por vergüenza de dejarlo solo más que por valentía- y se plantan enfrente en un momento, con la mala leche acumulada que pueden imaginar. Mala leche que provoca (evito el relato de las muchas cuchilladas intermedias) la retirada de los enemigos y que el puente estuviera en su sitio y en estado de revista, como si no hubiera pasado nada, para cuando llegó don Carlos.

Casi quinientos años después tuve ocasión de ser testigo de otro gesto parecido sólo a 700 km de ese lugar. Disfrutaba con unos amigos de unas vacaciones en un barquito alquilado para navegar por los canales holandeses, la mejor forma de comunicación de ese país. En un paso determinado nos encontramos que uno de los puentes está bloqueado por una enorme isleta flotante de vegetación. Un paisano se mofa con sorna de que una planta ha conseguido parar a los temibles españoles del Duque de Alba. Intentamos regresar, pero después de calcular que tenemos que dar un enorme rodeo nos volvemos a enfrentar al matojo maldito. Comprobamos que está atascado en el agujero del puente, pero lo mueve un poco la corriente. El simpático paisano, para el que somos un espectáculo, nos dice que hay que avisar a la policía y los bomberos y que liberarán el paso cuando vengan al día siguiente. O el otro. No tenemos ese tiempo y no sé si habla en serio. Igual empujando con la embarcación se desplaza, o igual hundimos el barco.
Y he aquí que mi amigo Juan Manuel, el mejor pastelero de la mancha, salta del barco y se sube al puente. Baja a la orilla e intenta separar el islote tirando de las cañas. Se mueve un poco, pero la corriente, en contra, lo devuelve enseguida a su sitio. No ceja en el empeño. Su ánimo y ardor guerrero inflama a un grupo de chicos que se deciden a ayudarlo. En un momento veo a veinte personas intentando liberar a pulmón el maldito obstáculo. Un barco grande llega al otro lado y se da la vuelta. Mi amigo, con los ojos encarnados está a punto de tirarse al agua y empujar al jodido matojo, cuando aparece por la otra parte un ruso gordísimo con una fuera borda que se percata de la situación y se pone de nuestro lado, no sé si por simpatía o por impresionar a la perica de alquiler que lleva al lado. El caso es que toma carrerilla y estampa su lancha a toda velocidad, venciendo la resistencia del islote en el último momento y liberando el puente, aunque ha estado a punto de volcar. Más de treinta personas estallan de júbilo, y el paisano de enfrente traga saliva y nos mira con cara de miedo viendo la que hemos armado. Sí, somos españoles. De los del Duque de Alba, Copón. Saludamos a todos, los chicos se sienten importantes por la heroicidad. Al paisano, que sigue contemplándolo todo incrédulo, le dedicamos unos insultos cariñosos. “Españoles, sí, sí. Españoles. De Ciudad Real, sí, sí. Si te estás enterando jodío…”, -espeta mi amigo, y de verdad se entera a juzgar por su expresión- No está mal para unos viejales. Lo último que ve de nuestro barco cuando se aleja es una gran bandera pirata a popa.

Y el último ejemplo, muy reciente. El hijo de mis amigos Luis y Nuria, que se tiene que someter a una segunda cirugía severa con menos de tres años de edad. Conocedor por desgracia de lo que le iban a hacer, en vez de llorar, como haría cualquiera en su situación –incluidos muchos de los adultos- se enfrenta a las enfermeras. Y cuando se ve reducido, sin hablar todavía bien, las insulta con su media lengua, blasfemando lo poco que ha podido aprender escuchando de los mayores: “CagüenDOOOOO, Cagüendooooo…” Sin rendirse en ningún momento. Con un par. Meses después, cuando le preguntas si le han hecho pupa, te enseña todo chulo el brazo donde le ponían la vía sin prestar atención al enorme costurón que tiene en la espalda. Por suerte el rebaño tiene elementos que le permitirán sobrevivir en el futuro. Imagínenselo de grande cruzando un río helado con un ejército detrás; o mejor, de presidente de esta triste manada. Otro gallo nos cantaría si hubiésemos tenido un solo gobernante con la mitad de sus agallejas a lo largo de nuestra desgraciada historia.

Buenísimo!!
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