Perdonadme, pero me resisto frente a la máquina de consumir que nos aplasta. No paso por que manden en mi miseria. En que me digan cuándo y cómo tengo que felicitar a las personas que quiero. Todo ordenadito, como borregos amaestrados. Beeeeeeee. BEEEEEEE. Sobre todo este año con tantas ausencias. Sobre todo ahora.

Me resisto a tragarme 12 uvas como un pavo una detrás de otra porque una navidad donde había excedentes, unos avispados comerciantes catalanes tuvieron la idea de despedir el año a uva por campanada. Puestos a hablar de Navidad, ¿no os resulta raro que esté colocada encima de otra festividad hereje que conmemoraba el solsticio de invierno? Retornando al poderoso caballero, me resulta vomitivo que una gran casa comercial coja a un pobre viejo gordo vestido de verde que resulta que es santo (San Nicolás), y lo disfrace de su color rojo corporativo para hacer publicidad del refresco. Y cómo cuajó la cosa, oiga. Al final los niños prefieren los regalos del repartidor de refrescos de una multinacional que viene en trineo, porque llegan antes que los de los pobres reyes que vienen del otro lado del mundo, siguiendo una estrella para adorar al hijo de un carpintero. No es un buen nicho de mercado, no. Pues agarraros que Rudolf, el reno heterosexual de nariz roja, se está sacando el carné de piloto de dron. Vais a flipar.

Es superior a mis fuerzas. Hasta en el plano religioso me obligan a rezar a Dios en un sitio concreto. Delante de un sagrario de oro donde se supone que lo encierran para evitar no sé qué cosa. Al que nació en un pesebre y que se juntaba con mujeres y con gentuza. El de los pelos largos que echaba a latigazos a los mercaderes del templo. Os digo una cosa, ese hombre o su mensaje deben estar en todas partes, no me gusta que me digan dónde. Y os hago una confesión: a veces blasfemando cuando la vida te da un serio revés, me doy cuenta de que tengo a Dios presente. Y de una extraña manera, -los caminos del señor son inescrutables- me doy cuenta de que así estoy rezando.

Y esto es lo menos importante ahora. Lo triste es intentar evitar que el rebaño de jóvenes repita las mismas pautas año a año cuando les has sobreprotegido toda la vida. Que se junten de botellón y se contagien cuando se creen indestructibles y que deben tener una recompensa por lo del confinamiento. Les hemos ocultado imágenes duras, información trágica, la verdad. No les hemos dejado tomar las riendas de su destino por nuestros propios temores y ahora queremos que maduren 18 años de golpe, porque si maduras papá te compra el IPhone nuevo con el dinero que le presta el abuelo de su sueldo de mierda.
Creo que hemos fracasado, que quizás tenemos lo que nos merecemos y que la próxima especie (no sapiens) está presta a tomar su relevo en la primacía evolutiva. Esto está perdido. Algunos dicen que serán los cereales, que han colonizado todo gracias a nuestro auge como especie –pensadlo despacio que asusta-. Yo prefiero pensar que serán los lobos los que dominarán la tierra, una especie mucho más justa y noble que la humana, que pese a ser menos fuertes que otros animales nunca trabajaron para el circo.

Y siento que he traicionado a mis ancestros. A los que pagaron con sangre literalmente cada pequeño logro, cada progreso, cada derecho ganado a la miseria que lo asolaba todo no hace tanto. Los que reventaron trabajando para tener hoy gratis las oportunidades que ellos no llegaron siquiera a soñar. Y con todo ello conseguido, hemos dejado que esto se esté yendo al carajo por miedo a tener éxito, por ser políticamente correctos o por no saber -siendo tan listos- lo más importante, lo único importante: el valor de las cosas independientemente de su precio.
Estoy seguro que nuestros padres y abuelos no se quedarían callados en tiempos que precisan hombres y mujeres recios, no tibios ciudadanos conformistas como los de ahora. Si os soy sincero es un alivio que los míos estén casi todos muertos, para que no vean en lo que hemos convertido su legado. Ellos eran miserables, estaban oprimidos y eran ignorantes; pero eran hombres y mujeres con un código de honor inquebrantable, compartían su miseria con alegría y festejaban si podían cada segundo porque su vida era muy simple: su vida era auténtica. No hacían falta regalos ni falsas promesas. Ni días en los que te vistes de gala porque todo el mundo lo hace y aparentas que eres feliz, pese a que teniéndolo todo estás lleno de vacío. Aquellos hombres eran felices de verdad todos los días, para ellos todos eran Navidad, todos los días eran iguales de ilusionantes porque no temían mirar cara a cara al futuro pese a que estaba sembrado de infinitas penurias.

Pienso constantemente en lo que harían ellos de estar en mi lugar, de vivir estos días que llamamos oscuros. Dudarían poco, os lo aseguro, no se dejaría avasallar. No retrocederían ni un ápice de lo que consideraran justo, que no es lo que tenemos. Pegarían un manotazo a la mesa donde comemos ahora del pobre soborno con el que nos contentan, esas migajas con las que malvivimos y se lo jugarían todo a una carta. No sé si tendrían un futuro, pero les encantaría adivinarlo escrutándolo en las tripas de la mayoría de los gobernantes que hemos tenido desde hace muchas décadas. Seguro que sería un futuro esperanzador. Un futuro en el que la Navidad volvería a tener el significado de antaño.