Mayo de 2020, en pleno apogeo de la gran calamidad de la historia, -o eso es lo que piensan algunos-. Unos chicos de quince años transitan por una calle céntrica de una capital. Han vuelto a reunirse después del confinamiento y están contentos. Creen que se han hecho adultos o que merecen una gran recompensa después del comportamiento que han tenido en casa. El virus no les afecta a ellos, y eso parece una señal divina que indica que son invencibles. Vociferan, se abrazan y todos lucen mascarillas por debajo de la barbilla.
Se cruzan con un viejo bajito y achaparrado, con pelo blanco y piernas encorvadas. Lleva calada una gorra de cuadros y camina despacio pero acompasado, que diría Fito. Él sí lleva una máscara bien puesta. Cuando se cruza con los chicos se tira un sonoro pedo que despierta el asombro y la hilaridad de los chavales. No se lo pueden creer. «¡Qué asco! Ese viejo guarro no debería estar en la calle, ¿De dónde se habrá escapado?» Enardecido por la otra inmunidad de grupo, la que te permite actuar protegido por la masa, el más joven de los chicos insulta al viejo poniendo un tono de voz grave, imitando a los gamberros de Tik-Tok. Sus amigos le ríen la gracia y la toman con el anciano. Se ríen de él, le llaman despojo, le dicen que el cubo de basura está un poco más abajo. Entre ellos se animan y el tono de los insultos va subiendo. El viejo aguanta estoico y por contestación se lleva la mano a la cara apuntando el dedo a la mascarilla.
Envalentonado, el que comenzó los insultos dice vociferando que ellos llevan mascarilla, que de qué tiene tanto miedo si le quedan dos días de vida. Le tose en la cara y los amigos estallan a reír. El viejo –se llama Jenaro- no se ha inmutado. Se vuelve a tirar un pedo, se da media vuelta y sigue su camino. «¡Se ha cagao de miedo! ¡Se ha cagado!» Los chicos literalmente lloran de risa, lo persiguen un rato y lo dejan ir cuando se cansan.

Seis meses después recibe la visita de un amigo en una residencia. La mirada de Jenaro, reflejo de su vida que languidece ahora en una silla de ruedas, se está apagando. Lo asoman a la ventana para que pueda hablar con la figura del exterior que está pegada a la reja desde fuera del recinto. Tenía prevista la visita de su nieta, pero esta persona se ha adelantado cinco minutos para verlo un momento. Pese a su estado Jenaro no se queja, da las gracias y aguanta. No reconoce a la persona que tiene delante. Es un hombre un poco más joven que él que le pregunta como está y que le dice que quería venir a verlo desde hace mucho. Sin reconocerlo le dice que está bien, que lo tratan fenomenal, con el mismo tono neutro con el que hablaría desde el infierno. Con la misma mirada apagada. «¿No me conoces? Soy tu primo, ¿No te acuerdas de cuando jugábamos juntos?»
Y de repente Jenaro reconoce a la visita. ¡Luis! Una sonrisa traviesa despierta en su rostro, en el que se iluminan sus ojos. Ya no es la mirada de un viejo, ni tampoco su sonrisa cómplice de juegos, de sueños y amoríos, de tiempos de sudores y penas con Luis. Cómplice de lo que hoy en día no cabe en varias vidas modernas. Luis rompe a llorar ante aquella mirada que sigue manteniendo Jenaro. Ya no hacen falta más palabras entre ellos. Luis mira avergonzado alrededor por si alguien lo ha visto llorar y por si viene la nieta, porque tiene que estar al caer y él se ha colado. Se despide apresuradamente con la excusa de que tiene que ayudar a su mujer a hacer la comida (igual también Luis se ha escapado, reflexionaréis sobre esta matiz más tarde). Y se agarra a la verja con una extraña naturalidad antes de volver sobre sus pasos tras despedirse.

Al rato llega la nieta y Luis ha recobrado la mirada apagada de antes de la visita. Pero en su mente siguen reverdeciendo los recuerdos, abriéndose los cajones de su memoria. Los de una infancia y un gran amor que fue el mismo para los dos amigos. El de una guerra de por medio en el que te pilla en bandos diferentes. El de luchar en una barbarie sin sentido, pero luchar en definitiva porque era lo que había que hacer. Ser herido en el vientre en la batalla del Ebro y sobrevivir para intentar seguir sobreviviendo en la miseria que lo asola todo. Tener secuelas de la herida hasta que hace unos años te tuvieron que hacer una colostomía que hace que no puedas controlar los gases ni las heces. Todo por luchar por la libertad, todo por conseguir esto. Recuerda ir a visitar a su primo Luis cuando estaba en la cárcel. Nunca lo abandonó pese a que ella lo eligió a él. Entre aquella clase de hombres eso ni se dudaba.

Él no lo sabe, pero lo chicos tenían el virus y se lo han transmitido a sus abuelos, y estos a muchos de los ancianos de la residencia. Han muerto doce. «Tampoco es para tanto –se dice- fue peor lo del Ebro. O el hambre». La pena es la desidia de todos, especialmente la de los jóvenes. Que no sepan valorar lo que tienen. Que no sepan lo que costó –literalmente sangre-, lograrlo.

Dos meses después le ponen la vacuna, entre una descoordinación lamentable del transporte del fármaco y de organización de los recursos. Cuando le van a clavar la aguja le acerca la cara al oído del enfermero. Este le acerca la oreja mientras Jenaro discretamente le agarra por los huevos. Y le susurra: «Echarle cojones, coño; que lo tenéis muy fácil, cabrones». Jenaro afloja y el enfermero le pone la inyección con la cara blanca como si nada hubiera pasado.
Ocho meses después Jenaro fallece de lo del vientre. Muere con la misma expresión serena de siempre, acostumbrada a aguantar lo que tocara. Si acaso un poco más sereno, porque pudo transmitir el mensaje que debía para la próxima generación. Yo personalmente, tengo mis reservas de que lo hayamos entendido. ¡Cuánta gente como Jenaro nos hace falta!
