La llamaremos Irenia, en homenaje a la Vieja Sirena de Jose Luis Sampedro. Porque ella es su Irenia. Pertenece a esa estirpe de sanadoras de cuando los antecesores de los humanos y sus Dioses vivían en el mar. Su cuerpo no llama la atención, pero su cabello y sus ojos claros hipnotizan a quienes los contemplan. Toda la profundidad del mar está en esa mirada, toda la luz de sus playas; toda la alegría del cálido atardecer en su hablar cantarín, sonoro. Cuando te mira sabes que la existencia tiene un propósito, recuerdas aquello a lo que estamos predestinados desde el principio de los tiempos. El secreto que la vida que olvidamos cuando fuimos expulsados del paraíso. Olvidas las mezquindades, las ansiedades del trabajo, la envidia, el odio. Te das cuenta de que el dinero no tiene valor, que lo que cuenta es el tiempo. Que solo existe el ahora. Que la maquinaria entera de universo confabula para que tengas este momento. Ella te mira en esta hora en la que sufres y aceptas la vivencia como un tramo del río en el que nos movemos camino hacia las estrellas. Y el dolor desaparece.

Tiene un trato, un vínculo, una mano especial para con los niños y los ancianos. Es llegar al cabecero y se tranquilizan, quizás porque la reconocen. Porque ambos están más cerca de donde vinimos. Unos todavía no se han domesticado por la maldita vida, y los otros ya están olvidado las falsedades que nos han enseñado. Les toca, les acaricia el pelo. Juega con un mechón de los cabellos del enfermo ensortijándolo como si fuera propio, absorta en sus pensamientos. Caes en la cuenta de que es algo más que empatía o afinidad. Simplemente forma parte de su mundo, que está inmersa con ellos, sumergida en el líquido amniótico que nunca nos dejó de proteger. Porque todos venimos del mar, todos somos parte del mismo ser-universo.

Habla de forma calmada, de ayudarnos los unos a los otros. Y sonríe. Quizás, como la protagonista de la novela, su cuerpo pueda tener cicatrices sonoras, o incluso muchos nombres que corresponden a innumerables vidas: Irenia, Ishtar, Shanna… Pero no cabe duda de que la mirada es la misma, independientemente de momentos o personas. Las gotas son diferentes, pero el agua que conforman siempre será la misma.

Los pacientes experimentan una milagrosa mejoría cuando los visita. Calma el pulso, hace reflexionar sobre todas las vidas vividas y sobre todo lo que has vivido en la actual, que está contenido en tu ahora, en este instante en el que te contempla. Aprendes desde dentro, vives, quizás, de una forma diferente, primitiva. Hasta que se sincronizan los biorritmos de la naturaleza, o es que caemos en la cuenta de que culpábamos a las estaciones por su inconstancia. Al final la rueda gira y los salmones vuelven a remontar el río, atletas saludables camino del desove. Siempre diferentes. Siempre los mismos. Los pacientes vuelven a casa. El único problema cuando abandonan el hospital es que todos sufren una extraña sensación de melancolía por cuando estaban enfermos. Echan de menos a Irenia.
