La tumba de un rey

Esta es una historia sobre la tumba de un rey. No se encuentra en un panteón real, sino en un pequeño pueblo de la sierra de Toledo. La razón es simple si pensamos un poco, porque los reyes podrán encargar o pagar sus monumentos, pero estos los fabrican canteros y escultores. Y aquí se desentraña el misterio, porque esta tumba pertenece a un cantero cuyo hijo heredó su oficio. Porque cuando un hijo quiere homenajear a su padre y maestro, os aseguro que ningún rey o millonario puede comprar la tumba que le haces. Podrán pagar una, quizás; pero lo que van a comprar jamás se parecerá siquiera a esta. Porque el que la vende se la hará a un cliente, no a su padre. Ahí es donde la cosa cambia.

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Y en esto te decides a hacer un homenaje a tu padre, sobre lo suyo, sobre lo vuestro. Con modestia y sin pretensiones de nada, porque es un acto casi personal entre padre e hijo; pero sabiendo lo que destaca la obra y que va a ser mirada cuanto menos con perplejidad y admiración (esto último lo pongo yo), durante un buen puñado de siglos. Pero este no es el objetivo, repito. La cosa va de hacer algo porque puedes y porque quieres. Y que durante casi tres años vas a estar días sin fin en una conversación queda con tu padre, descojonándote, escuchando sus reproches ante la “barbaridad” que le estás preparando: “Para qué tanto…”, serían sus palabras, que escuchas a medida que se va rematando la obra. Porque te da la gana. Porque al final de tanto trabajo tienes una mezcla de ganas de acabar de una vez, pero también de no acabar nunca, porque es de alguna forma el último trabajo que haces con tu padre.

Piensas mucho en él a medida que trabajas la sepultura. Constantemente. Y se desarrolla un diálogo entre los dos canteros, escuchando vivas sus palabras, sus anécdotas y sus enseñanzas. Las duras horas que a veces te hizo pasar, algunas desavenencias y muchos consejos enunciados como chascarrillos, que cada vez más te das cuenta de que pesan en tu vida lo que un bloque de granito y que es lo poco que tienes que te sirva de verdad.

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Y porque te da la gana y tienes un gusto de escultor, planeas tu obra tomando algunos elementos del Claustro de los Reyes de Madrid; ese del que casi te echan los guardias de seguridad cuando vas a visitar, por las fotos que haces y por la cara de asombro que pones ante algunas nimiedades que los demás no somos capaces de ver. Porque unas simples letras acanaladas a la inversa en la tumba de un rey no llaman la atención, pero tú sabes que son casi imposibles de hacer con los medios de la época.  Con los de esta también. Intenta hacerlo: “¡Huy, no puedo trabajar el interior de las letras porque me estorba la parte de delante, no puedo meter los punzones, no caben! He roto otra vez la pieza de dos metros por una letra de mierda… ¿Cómo lo han hecho entonces?”. Una virguería camuflada, simple. Que no llama la atención salvo para los que entienden como tú. El tipo de cosa que quieres hacer.

Y tomas elementos de la tumba de Juan Pablo Segundo, por su sobriedad y elegancia. La leve inclinación de la lápida, que parece que se eleva para que puedas leer las ligeras letras de plomo, que hay que introducir derretido para que encajen en unos encastres. Una virgen con un niño en el frontal, medio relieve en una pieza de mármol italiano que llevaba treinta años en tu taller y que entra como un guante. La textura de las piernas gorditas del niño, los labios de la madre, la sonrisa del niño que aparece cuando el sol haga su recorrido en la ubicación final del cementerio y se coloque en el sitio para el que has calculado tu obra…entonces es cuando aparecen las sombras, los volúmenes y las texturas cobran vida, las nubes se resaltan y las figuras parece que se salen del mármol. Joder, ahora es cuando los que no entienden nada abren la boca con asombro.

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Trece figuras en cada lateral, rematadas a mano en un trabajo interminable hasta que quedó a tu gusto. Hasta que cobrara vida en los contraluces. Las rosas de piedra, la marca de cantero de tu padre que remata la obra. La frase en letras de 18 milímetros que va a juego con las de plomo de abajo, que si hay que inventar una técnica para hacerlas tan pequeñas se hace, porque en este oficio lo difícil se hace y lo imposible se intenta.  

Y lo que no se ve, pero que tú sabes y es lo que te da seguridad. 236.6 cm de diagonal implicando el encastre de cuatro planos. Cuando mides la otra diagonal mide 236.6 cm. Intenta repetir el tallar planos para encajar cuatro seguidos uno sobre otro y que el resultado se ajuste a la décima de centímetro. Eso sabes que es lo más difícil, lo que más habla de la calidad de la obra. Las uñas talladas a mano por dentro de las piedras para cuando haya que manipularlas en el montaje, para apoyar las herramientas de sujeción. Para una cosa que se va a hacer una vez y que no se va a ver porque está en el interior. Algo que no se hace, algo que casi todos consideran una pérdida de tiempo. Pero que tú haces porque tú sabes que está ahí y eso es suficiente. Como los que para ver la calidad de un traje le dan la vuelta y miran las puntadas del dobladillo antes de mirar el frente de la pieza. O los que para mirar el estado de un coche lo primero que hacen es tumbarse por debajo del motor… Se llama oficio y profesionalidad. Simplemente. Es lo que uno ha aprendido y lo que uno hace. Es lo que uno es.

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Y lo peor de todo es que no puedo poner fotos, porque el artista no quiere notoriedad, ni que se dé difusión a su obra. Al final es una cosa privada entre un padre y un hijo. Un acto y una postura que respeto, cuya dignidad no es habitual hoy en día.

Pues eso, una tumba digna de un rey pero que posiblemente ninguno pueda comprar. Porque el hijo de un cantero quiso.

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Publicado por docgracia

Investigador, ciclista y escritor...

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