Hay veces en las que un gesto, una mirada, algo concreto es capaz de desencadenar una tormenta, arrancarte las lágrimas, cambiarte la vida. O mandarte a la muerte por tu propia voluntad. Para ello existen símbolos, carteles de propaganda, canciones, poemas o himnos, banderas, gestas verdaderas o inventadas, fotografías o reliquias que se mitifican en la memoria. Hoy hablo de algunos de ellos.
El primero lo ubico en el principio de la guerra civil, con las tropas franquistas avanzando y el gobierno en la república intentado frenarlas en el valle del Tiétar, en el único paso natural: el puerto del Boquerón. Los primeros efectivos republicanos toman posiciones en torno a una casa de peones camineros y van recibiendo refuerzos hasta completar 1500 combatientes. Entre aquellos soldados iba una única mujer. Era una joven rubia, de unos de veinte años, vestida con un mono azul, cartucheras y alpargatas. Muchos decían que no llevaba nada debajo de aquel mono. Estaba al mando de una de las cuadrillas. La muchacha era guapísima, alta y no se dejaba arredrar en ningún momento. Sonreía constantemente.
La avanzadilla del 1º Tabor de Tetuán detecta a la fuerza republicana y rodea al enemigo en forma de herradura. En la madrugada la aviación franquista comienza un intenso bombardeo que es seguido de un ataque desde posiciones elevadas apoyados por blindados. El dominio de la posición ocasionó una gran matanza. Algunos resistieron heroicamente en torno a la casa de peones camineros. Entre ellos estaba la muchacha rubia, que insultaba a los compañeros que huían. La chica manejaba una ametralladora pesada, manteniendo a raya a los moros incluso cuando murieron el resto de sus compañeros. La miliciana del mono azul causó muchas bajas a sus enemigos. Intentaron capturarla viva, pero su tenaz resistencia hizo que tuvieran que arrojar una bomba de mano para abatirla. Fue la última que murió defendiendo el puesto. Encontraron su cadáver aferrando todavía el arma.
Aquella fue una escaramuza más de la guerra con un enorme número de bajas, pero convirtió en leyenda a aquella miliciana, la que cayó defendiendo su derecho a luchar de igual modo que los hombres. Murió como uno más y nadie recuerda su nombre. Pero todavía hoy, muchos ancianos de los pueblos circundantes tienen el recuerdo de un mono azul que vestía una joven miliciana rubia. Todos ellos, de uno y otro bando, atesoran el recuerdo emocionado de una imagen clara que todavía les remueve por dentro, les hace brillar los ojos como cuando eran jóvenes. Les arrebata las mejillas y les acelera el pulso evocando emociones todavía frescas. Algunos sienten nostalgia. Otros una extraña sensación entre vergüenza y desasosegado alivio de que aquella mujer no les hubiera mirado a los ojos y ya ni hubiera hecho falta que les invitara a combatir junto a ella. Porque hay muchas personas sensatas, grises, calmadas, que dedicamos toda la vida a la búsqueda de una razón para morir.
Dentro de muchos años este símbolo se mezclará con otros en el imaginario colectivo de la leyenda. Y futuros ancianos recordarán emocionados petos y uniformes de otros héroes que también se mantuvieron firmes en la batalla. Al igual que aquella miliciana, muchos de los que los portaban sabían que iban a morir, pero nunca dudaron ni abandonaron el puesto. Eran batas verdes de enfermeros, monos azules claro de quirófano, azul marino de policía, verdes de la guardia civil o del ejército, negros de bomberos o batas blancas de vendedores, uniformes de limpiadores, repartidores, cajeros, basureros, conductores de autobús o taxistas incluso sin él. Sin medios, sin red, batiéndose con escafandras de buceo, petos de plástico recortado o con mascarillas de tela de cortina cosidas por ancianas con Parkinson. Todos esos uniformes conformaron un único grandioso símbolo multicolor que era portado por un héroe anónimo enmascarado, en el que de repente nos quisimos convertir todos. Y aquella imagen obró el milagro de transformar a una sociedad egoísta en un solo hombre de honor, que al contemplarla se dio cuenta que había tenido la gran suerte, que se da raras veces en la vida, de encontrar una razón para luchar, una razón verdadera por la que morir. Como en tiempos pasados, la mejor infantería del mundo volvió a luchar hombro con hombro en inferioridad numérica, mal pertrechada, peor pagada, hambrienta y zarrapastrosa. Como en otras ocasiones volvió a ser invencible.
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