Un día cualquiera de los de antes, en cualquier sitio de comida rápida, pongamos una hamburguesería de las que tienen menú infantil con regalo. Una de tantas parejas de abuelos que se ven obligadas a ejercer de padres tardíos porque la crisis obliga a sus hijos a tener un trabajo de 700€ en dos puntos opuestos de la ciudad. Y dé usted gracias, porque de lo contrario: ahí tiene la puerta. Cuidan de dos nietos, la niña de unos cuatro años, hiperactiva. El hermano debe tener unos siete. Dos menús infantiles desparramados encima de la mesa casi sin tocar, —perciban sutil detalle de que los abuelos no han pedido nada—. Los juguetes del menú, sin embargo, ya han sido usados los tres minutos de rigor, para ser abandonados y descartados, porque de todos es sabido que el tiempo medio de atención en una cosa nueva no da para más. Por supuesto, el chico ha vuelto a jugar con la tableta electrónica, mientras que la niña prefiere llamar la atención de la abuela, esquivando las embestidas cargadas de comida que la pobre mujer intenta encasquetarle.
– ¡Mira abuelo, me he pasado la pantalla, toooooma!
– Come Juan. Que te quito eso.
– Ahora noooo. ¿No ves que estoy jugando?
Paciencia infinita en la cara del abuelo, que se ensombrece cuando ve que por debajo de la mesa su nieta empieza a pegar patadas en la espinilla de la abuela. Y le hace daño. Solo cuando ella escupe la comida y se ríe cambia el semblante y se le abren las carnes. «Eso no. No tires la comida, cielo». El abuelo aguanta estoico las ganas de dar un sopapo a la niña, y un recuerdo de tristeza profunda asociada al hambre antigua hace que sonría y la acaricie.
Y hace lo correcto. Porque él está acostumbrado a aguantarlo todo. Pero intuye que el futuro de sus nietos no va a ser un camino de rosas. Y que para él, la mejor enseñanza será mostrar afecto a sus nietos para que atesoren una infancia feliz. Para que la recuerden con cariño en días futuros de miseria. Quizá sea su único tesoro. Reflexiona sobre cómo es posible que el mundo en escombros que transformaron sus padres y ellos mismos a base de regarlo con sudor y con sangre, haya florecido a costa de reventarlos para que la siguiente generación, la de sus hijos, lo despilfarrara. No lo entiende.
La niña intuye algo en la mirada honda de abuelo. Y lo observa con atención. El hermano tira de la manga de su rebeca y lo invita a jugar con la tableta a un juego lleno de bolas de colores que se mueven. Toca con torpeza con sus dedos deformados por el trabajo la pantalla y no pasa nada, mientras el chico le explica lo que tiene que hacer tan deprisa que no lo entiende. Vuelve a tocar la pantalla y parece ser que esta vez ha tocado demasiado fuerte porque ha perdido la partida.
– Eres tonto abuelo, no sabes usar la Tablet.
Súbitamente se abre uno de los cajones de la memoria del anciano y recuerda haber oído esa frase antes. Se la dijeron a su padre hace demasiado tiempo, en la guerra. Conduciendo un coche, un Ford modelo T destartalado, lleno de milicianos armados que vociferaban fumando y bebiendo. Estaba anocheciendo. Buscaban a una persona en el pueblo de al lado para darle el paseíllo. «¡Al final de esta calle, a la derecha! ¡Se va a enterar!». El conductor mira hacia donde le indican y es el único que percibe una sombra cuya silueta reconoce, que acaba de retirarse del cono de luz amarillenta de la farola. Al llegar al cruce gira a la izquierda.
– ¡Imbécil, a la derecha! ¡Eres tonto!
El conductor pide perdón por la equivocación y maniobra lentamente para dar la vuelta al coche. Las disculpas no evitan que se lleve un culatazo en la oreja que hará que le pite un oído durante días. Cuando vuelven al sitio correcto la sombra se había esfumado. Había salvado la vida de su amigo.
– Sí Juan, soy tonto. Como tu bisabuelo –acaricia al niño-. Come, anda.