La noticia salió hace poco en la prensa, pero no tuvo apenas difusión salvo como anécdota simpática de relleno o para distraer la atención porque, ya sabéis, amamos al gran hermano. Era sobre unos jornaleros de la sierra de Cádiz que iban a ganarse el pan trabajando en la recogida de la fruta y la vendimia en Francia como todos los años, que de repente se quedan varados en su miseria debido a los primeros estadios del confinamiento. La moraleja es que ninguna ley, por mucho estado de excepción “o periodo especial” en el que se dicte, puede poner puertas al campo o imponerse a las leyes de la naturaleza. Y he aquí que estos sufridos trabajadores inician un largo viaje furtivo hacia el país vecino evitando los controles de las carreteras. Para ello utilizan los viejos senderos, los pasos naturales. Los caminos que utilizaban desde siempre los contrabandistas, las rutas del estraperlo, las escapatorias de los maquis. Grabadas a fuego y hambre en la memoria de un gran pueblo cuyos gobernantes no han podido hacerlas olvidar pese a sus esfuerzos de plástico.
Otra vez los fardos se mueven bajo un cielo plagado de estrellas que sirven como faro, como guía en la penumbra protectora de las absurdas leyes de los hombres. Esas leyes que establecen fronteras con líneas precisas sobre un mapa, sin saber que esas marcas no frenan las hojas que arrastra el viento, ni a los animales que han vivido en libertad desde el principio de los tiempos. Se duerme de día y se avanza rápido y en silencio de noche, oyendo los aullidos de los lobos entre una sinfonía de sonidos que quisimos olvidar hace mucho tiempo. Ocurre el milagro de que la especie humana se vuelve a hermanar con la naturaleza, con las auténticas leyes que consideran “delito” no compartir una botella o un trozo de cecina con un compañero; o cargar la mochila del que se acaba de torcer un tobillo. Se respeta la única ley, se avanza en armonía con la tierra siguiendo las pautas de los animales, las que avanzan al ritmo de los más débiles como lo hacen las manadas de lobos.
Las noches se suceden y el terreno se vuelve cada vez más escarpado, pero los temporeros marchan con paso firme porque han perdido los hábitos estupefacientes de la sociedad de consumo. Al final el destino aparece a la vista para unos 200 afortunados que han cruzado la frontera tras un viaje de más de mil kilómetros. Están en Perpiñán, el sitio convenido a la hora cabal, llegando puntuales a la cita como lo hace cada estación o cada amanecer cuando acaba la noche. El capataz no hace preguntas, sus manos son valiosas en la recogida inminente del melocotón y la nectarina. Pese a todo, deberán tener mucho cuidado porque están en situación ilegal. Son objeto de miradas recelosas por parte de los locales, con miedo al contagio por la palabra maldita. Pero ellos temen más al hambre que al coronavirus.
Porque es estúpido desviar los pasos naturales o los cursos de los ríos para construir urbanizaciones o colmenas de cemento. Luego algunos se lamentan cuando calles como la “arroyo viejo” se inunda por una crecida después de veinte años de sequía. Se preguntan desde los despachos porqué no cruzamos por los pasos de peatones establecidos o por los itinerarios aconsejados que zigzaguean entre puestos donde se nos vende mierda enlatada. No entienden que atrochemos, que sigamos los dictados que a veces, cuando no vemos la tele, percibimos claramente desde nuestro interior.
Me descubro ante los temporeros. Con un par. Porque innegablemente, la mayor servidumbre de paso debería ser la que nos dicta el corazón. Temedla, políticos de todos los colores; temedla.
Reblogueó esto en AMADOR GARCÍA-CARRASCOy comentado:
Genial artículo. De la Serna, Umbral, Gistau…
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