LA GENTE QUE NO DICE BASTA

Me propone José Luis que escriba sobre John Wayne y miro alrededor receloso, buscando dónde está la trampa. Como el gato resabiado al que le das la mejor sardina, nunca se la comerá a la primera, sospechando que es un cebo. Por eso solo hablaré de refilón, sobre algo políticamente incorrecto. Decía el Duque que él era responsable de sus palabras, no de cómo otros las interpretaran. Y precisamente esa virtud a la hora de malinterpretar —quizá conozcan algún caso en España, por raro que parezca—, llevó al director de cine ruso Sergei Gerasimov a difamar al actor una noche de borrachera de vodka con Joseph Stalin. El dictador ordenó el asesinato de John Wayne, aunque por suerte los agentes enviados a los estudios de grabación Warner fueron detenidos a tiempo. La orden de Stalin fue cancelada en 1953 por Kruschev, pero qué quieren que les diga, un actor al que ordena matar el hombre más poderoso del mundo sería un extraordinario compañero para compartir un trago. O dos.

De estos cada vez quedan menos. Recuerdo al malo de la película el Halcón Maltés echarle whisky a Bogart en un gran vaso de tubo mientras el pequeño actor le miraba fijamente a los ojos, no al vaso. Cuando el líquido estaba a punto de desbordar, el malo sonríe enseñando un colmillo y le dice con aprobación: “me gusta la gente que no dice basta”. Se había ganado su respeto. No me malinterpreten, por favor. No estoy haciendo apología del alcoholismo, ni de sus devastadoras consecuencias. Tan solo escribo sobre la libertad de elegir a las personas con las que decides minar tu salud regalándoles lo más valioso que posees: tu tiempo.

A la cabeza de esta incómoda lista de grandes bebedores está Chavela Vargas. Cuenta la leyenda que fue la única persona capaz de tumbar a Hemingway bebiendo tequila. En una entrevista le preguntaron si era verdad que había disparado al público en un concierto. Yo la escuché responder coqueta al entrevistador: “Eso no es cierto. El revolver sí lo saqué de debajo del poncho y apunté, pero no lo llegue a disparar”.

El caso de su amigo Hemingway es especial. Cuando ya retirado en Finca Vigía, su casa en la Habana, al enterarse del avistamiento de un submarino alemán en la bahía cercana, instaló una pieza de artillería ligera en la proa de su pequeño barco y salió a cazarlo. Previo aprovisionamiento de comida para una semana y bebida para dos. Tuvo que regresar a los tres días porque se había acabado la bebida. Qué pena.

Ya no queda espacio para la redención. Solo para la blanda corrección. No como cuando un técnico de iluminación que trabajaba para John Ford insultó al director de cine, en evidente estado de embriaguez. Fue despedido fulminantemente por uno de sus subordinados. Al día siguiente, cuando Ford se percató de su ausencia y le informaron de su despido preguntó: ¿Sólo por estar borracho?” Mandó una limusina para traerlo de vuelta al trabajo. También se ganó su respeto, y siguió trabajando de forma eficiente a sus órdenes durante los mejores rodajes de su vida.

Decía Quevedo por boca de Arturo Perez-Reverte que las amistades se nutren de rondas de vino, estocadas hombro con hombro y silencios compartidos. Hoy quizás hemos perdido las tres cosas. Ni sabemos beber ni elegir cuidadosamente con los que bebemos. Y mucho menos a quien elegimos para tener a nuestra espalda peleando cuando estamos rodeados. Ya no luchamos sin esperanza de ganar, solo nos abandonamos a la corriente, camuflados dentro del manso rebaño. Ya no compartimos silencios, cuando las palabras simplemente sobran. Solo criticamos a los viejos que callan y a veces beben más de la cuenta. Porque nuestros abuelos no callan por ignorantes, sino por sabios. Porque a veces lo único que importa es estar. Porque las palabras se las lleva el viento, pero tener a un amigo compartiendo un trago en silencio a tu lado es oro. O dos tragos. Porque quizás sea mejor que no hablen aquellos que saben mantener la mirada al mundo, a su infinita miseria. Aquellos por los que este endeble tenderete todavía aguanta firme, apoyado en sus espaldas. Locos cuya osadía hace avanzar el mundo, los que hacen sendero al caer. Los que no dicen nunca basta, aunque les cueste la vida. Respetad su silencio y permitidme que a la próxima invite yo.

Mis diez películas favoritas

Valoro el cine como la plasmación de dos de mis aficiones, posiblemente profesiones frustradas: la literatura y la pintura. Creo que una peli es importante cuando después de verla te cambia la vida o te da razones para seguir siendo como eres. Justifico mi lista más allá de aspectos técnicos (que dejo para el sobrado José Luis Vázquez), en las emociones y las imágenes que evoca. Cada uno se puede hacer mil listas, pero para hacer esta seguí el consejo de no repetir temática y de incluir aquellas que jamás te cansas de volver a ver. Mis diez (+1) películas:

– Rio Bravo (Howard Hawks, 1959): Perfecta. Película sobre la redención, la amistad, el amor. Las segundas oportunidades. Los tres minutos de presentación sin palabras una genialidad. Si un borracho de manos temblorosas, un viejo desdentado, un chico que escoge el camino correcto y una mujer descarriada son capaces de resistir junto a John Wayne frente a un ejército, el mundo todavía tiene solución. La mirada del sheriff cuando su amigo borracho va a recoger la moneda de la escupidera. Stampy (que hizo la prueba para la película sin dientes). La música de Tiomkin. Nada más, solo tres cosas. My rifle, my pony and me.

– Blade Runner (Ridley Scott, 1982): La luz gris, sucia. El monólogo final del replicante rodado a hurtadillas. Todo esto se perderá como las lágrimas en la lluvia… ¿Y si todos somos replicantes?

– Mogambo (John Ford, 1953). Tensión que sobrepasa la pantalla entre una mujer recatada y otra de dudosa reputación. ¿Quién es la mala, Ava Gardner o Grace Kelly? El jersey ceñido de Ava, mejor que un desnudo. La pantera y Ava caminando en la barca, cada una en su jaula.

– La chica del puente (Patrice Leconte, 1999). Un lanzador de cuchillos que busca chicas a punto de suicidarse para que trabajen con él. Jugarse la vida a cara o cruz. Constantemente. Fascinante historia de dos personas desesperadas que descubren que juntos tienen suerte. La escena más erótica de la historia del cine con la desgarradora voz de Marian Faithfull de fondo. Sin sexo.

– Tiempos modernos. (Charles Chaplin, 1936). Simplemente Chaplin. Actor, director, productor, guionista, compositor. La ternura, la sonrisa, la carcajada. Y la mirada salvaje, con el pelo revuelto, de Paulette Goddard.

– El planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956). Una de las primeras de ciencia ficción y que aguanta el paso del tiempo. Robby el Robot se ha convertido en un icono. Leslie Nilsen muy muy joven.

– Con Faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959). Impresionantes guion y diálogos, que convierte una historia tonta en una obra de arte. Creía que era una estupidez, hasta que empecé a verla.

– Los 7 samurais (Akira Kurosawa, 1954). Una historia buenísima narrada con maestría. Los perfiles definidos de cada personaje. El samurái loco. Star Wars se basó en ella.

– Sin perdón (Clint Eastwood, 1992). “Deberías haberlo pensado dos veces antes de decorar el local con el cadáver de mi amigo (…)”. “En lo que se refiere a matar, siempre tuve suerte (…)”

– Leyendas de Pasión (Edward Zwick, 1994). Mucho más que Brad Pitt. Una historia Enorme que comienza con: “Hay personas que escuchan con especial claridad su voz interior y esto les hace volverse locas o convertirse en leyenda”. ¿Tendré alguna vez un amigo como el indio navajo, que cuando yo salga de la cárcel, sin siquiera saludarme, lo primero que haga sea devolverme mi arma? No puedo evitar emocionarme (me emociono ahora) cuando Hopkins escribe en la pizarra “AM HAPPY”, me acuerdo de mi abuelo.

– Cube (Vincenzo Natali, 1997). ¿Cómo puede ser tan buena una cosa tan barata, rodada en una habitación, y que dé tanto miedo?

EL ABUELO QUE NO SABÍA USAR LA TABLETA

Un día cualquiera de los de antes, en cualquier sitio de comida rápida, pongamos una hamburguesería de las que tienen menú infantil con regalo. Una de tantas parejas de abuelos que se ven obligadas a ejercer de padres tardíos porque la crisis obliga a sus hijos a tener un trabajo de 700€ en dos puntos opuestos de la ciudad. Y dé usted gracias, porque de lo contrario: ahí tiene la puerta. Cuidan de dos nietos, la niña de unos cuatro años, hiperactiva. El hermano debe tener unos siete. Dos menús infantiles desparramados encima de la mesa casi sin tocar, —perciban sutil detalle de que los abuelos no han pedido nada—. Los juguetes del menú, sin embargo, ya han sido usados los tres minutos de rigor, para ser abandonados y descartados, porque de todos es sabido que el tiempo medio de atención en una cosa nueva no da para más. Por supuesto, el chico ha vuelto a jugar con la tableta electrónica, mientras que la niña prefiere llamar la atención de la abuela, esquivando las embestidas cargadas de comida que la pobre mujer intenta encasquetarle.

– ¡Mira abuelo, me he pasado la pantalla, toooooma!

– Come Juan. Que te quito eso.

– Ahora noooo. ¿No ves que estoy jugando?

Paciencia infinita en la cara del abuelo, que se ensombrece cuando ve que por debajo de la mesa su nieta empieza a pegar patadas en la espinilla de la abuela. Y le hace daño. Solo cuando ella escupe la comida y se ríe cambia el semblante y se le abren las carnes. «Eso no. No tires la comida, cielo». El abuelo aguanta estoico las ganas de dar un sopapo a la niña, y un recuerdo de tristeza profunda asociada al hambre antigua hace que sonría y la acaricie.

Y hace lo correcto. Porque él está acostumbrado a aguantarlo todo. Pero intuye que el futuro de sus nietos no va a ser un camino de rosas. Y que para él, la mejor enseñanza será mostrar afecto a sus nietos para que atesoren una infancia feliz. Para que la recuerden con cariño en días futuros de miseria. Quizá sea su único tesoro. Reflexiona sobre cómo es posible que el mundo en escombros que transformaron sus padres y ellos mismos a base de regarlo con sudor y con sangre, haya florecido a costa de reventarlos para que la siguiente generación, la de sus hijos, lo despilfarrara. No lo entiende.

La niña intuye algo en la mirada honda de abuelo. Y lo observa con atención. El hermano tira de la manga de su rebeca y lo invita a jugar con la tableta a un juego lleno de bolas de colores que se mueven. Toca con torpeza con sus dedos deformados por el trabajo la pantalla y no pasa nada, mientras el chico le explica lo que tiene que hacer tan deprisa que no lo entiende. Vuelve a tocar la pantalla y parece ser que esta vez ha tocado demasiado fuerte porque ha perdido la partida.

– Eres tonto abuelo, no sabes usar la Tablet.

Súbitamente se abre uno de los cajones de la memoria del anciano y recuerda haber oído esa frase antes. Se la dijeron a su padre hace demasiado tiempo, en la guerra. Conduciendo un coche, un Ford modelo T destartalado, lleno de milicianos armados que vociferaban fumando y bebiendo. Estaba anocheciendo. Buscaban a una persona en el pueblo de al lado para darle el paseíllo. «¡Al final de esta calle, a la derecha! ¡Se va a enterar!». El conductor mira hacia donde le indican y es el único que percibe una sombra cuya silueta reconoce, que acaba de retirarse del cono de luz amarillenta de la farola. Al llegar al cruce gira a la izquierda.

– ¡Imbécil, a la derecha! ¡Eres tonto!

El conductor pide perdón por la equivocación y maniobra lentamente para dar la vuelta al coche. Las disculpas no evitan que se lleve un culatazo en la oreja que hará que le pite un oído durante días. Cuando vuelven al sitio correcto la sombra se había esfumado. Había salvado la vida de su amigo.

– Sí Juan, soy tonto. Como tu bisabuelo –acaricia al niño-. Come, anda.

66 veces menos (caimán no come caimán)

Vamos a ver como digo esto. Me refiero a unos análisis de estadísticas que hizo un señor el viernes por la noche. Y el problema es que a esto es a lo que precisamente yo me dedico. O dicho de otro modo, que “estoy en la verdad”, como se dice el Vaticano referido a otras cosas interesantes; que “soy primo”, como se dice en Sicilia para decir que eres de la familia (mafia) o mi preferido, el dicho cubano: “caimán no come caimán”. Vamos, que he visto el truco y que entre estadísticos no nos hacemos esto los unos a los otros.

No quiero hablar de política ni de detalles tristes porque estoy triste. Solo hablo de interpretar una estadística, con base científica. Y para ello os voy a poner un ejemplo similar sobre las mismas cifras y a vosotros os tocará decidir el resultado. Lo aplico a una cosa graciosa: mi pelo.

El caso es que de pequeño tenía una buena melena ondulada de color castaño y con un remolino irreductible típico de los niños malos. De aquellos tiempos en los que no comía nada en casa, pero que cuando salía de la mano de mi madre al mercado ella me descubría con la cara manchada por las ciruelas que acababa de robar con la mano libre y que devoraba con ansia. En un segundo de despiste tenía los bolsillos del babi y la boca llena, el zumo chorreando por la cara y por la manga. Y algunas piezas ya en la barriga casi sin masticar, tragados con hueso y todo. Es que lo que se roba está mucho más rico. Como decía Lope del otro amor: el que lo probó lo sabe. Pero bueno, me desvío de la conversación; o quizá no, no sé. Pues lamentablemente tiré al traste aquella brillante habilidad para dedicarme a estudiar, ya ves tú. Fracaso total. Nunca nos acordamos de los científicos improductivos, siempre estudiando o encerrados en laboratorios, salvo para lamentarnos sobre vacunas, pero bueno, nos volveremos a olvidar enseguida otra vez.

Pues será del estudio o de la genética, pero la cosa es que en el camino del babi a la bata de laboratorio se me despejó, digamos, la frente. Y os voy a repetir el análisis en los mismos términos del sábado el proceso. Podréis juzgar el resultado a ver si tenéis motivos para tanta sonrisa.

De repente noté que se me caía un poco el pelo. Supuse que era por aquello de los cambios de los biorritmos en septiembre, para la vendimia. No pasaba nada porque tenía mucho, seguro que la caída será como mucho un par de pelos aislados, pensaba mientras contemplaba la imagen de mi padre calvo como una bola de billar. Que eso de la genética no va conmigo. Luego se me empezó a caer un poco más, pero estaba convencido de que lo tenía todo controlado, porque para eso estaban las lociones capilares y las pastillas. Y la medicina, pese a que el médico al que consulté también estaba calvo y parecía que se reía mucho cuando me preguntó que si mi padre lo era. Pues por culpa de los malos científicos y del mercado farmacéutico especulador la cosa se descontroló y el cartón empezaba a clarear. Tuve la santa paciencia de contar los pelos que cada día se llevaba el peine, que aumentaban exponencialmente. Los de la ducha y del recogedor no los contaba, porque no era fiable que fuesen míos.

Os resumo el desenlace para no aburriros. Después de un tiempo de sufrimiento la caída de cabellos empezó a decrecer. Y un día determinado el incremento inicial del 35% se había reducido a un escaso 0.5%. Unas 66 veces menos también, curiosamente. Y esa tendencia siguió y siguió bajando. Según una interpretación positiva como la del viernes la situación se había resuelto, ya no se me caía el pelo. Pero paradójicamente no estaba contento, quizás algunos nunca estamos contentos con nada. Como decía Saramago: “No hay consuelo amigo triste, el hombre es un animal inconsolable…”. Porque mi interpretación científica era que el descenso de mi caída era debido a que ya no quedaba más pelo que caerse.

Ese es mi análisis de las tristes estadísticas como experto capilar porque sé de qué va la cosa. Que caimán no come caimán. Juzgad vosotros mismos el resultado por la foto.

Una paga de mierda

Tenía una paga de mierda. Setecientos euros justos. Supongo que los gerifaltes pensareis que su contribución a la economía nacional es despreciable. Y dado que sabía leer y escribir lo justo, las cuatro letras como decía ella, entiendo que pensáis que tampoco aporta mucho, digamos, al nivel cultural de este país. En vuestro lenguaje es la base de la pirámide, a la que solo acudís a pedir votos y a lo sumo a llevar a votar el día de las elecciones.

Entiendo que para vuestro estatus sea incómodo alternar con gente tan simple y tan vulgar. Es cierto, no era de gustos nada refinados. Veía programas de televisión de mucho chinchorreo, con el volumen a todo meter. Y músicas y cosas sobre todo de antiguamente, nada moderno. Comía de lo más barato, siempre buscaba las ofertas y nunca –repito, nunca- se compró el vestido o los zapatos que le gustaron de verdad porque sabía que eran caros y tenía en su código genético la necesidad de ahorrar para los malos tiempos. Para ella el caviar iraní se llamaba tocino ibérico, cuando lo encontraba de oferta en el centro comercial, claro. Tampoco gastaba mucho en vajilla, tenía un puzzle de un montón de piezas desemparejadas y loza desportillada y gracias, porque había aprendido a comer de una sartén con cucharada y paso atrás. De agua tampoco desperdiciaba, puesto que fue de las que ponía la bañera para meter a los chicos y después en el mismo agua los grandes y por último el hombre, como hacían todos. Solo conoció el mar cuando se jubiló y al regresar de los viajes del IMSERSO tocaba ir al médico por los excesos de comer buffet libre barato en el hotel. Esos viajes eran casi a coste cero y tampoco generaban muchos beneficios al sistema, pero qué se le va a hacer, más gasto en medicamentos.  

Para los teóricos de la economía ella era un elemento poco generador de riqueza, nada consumista. Del modelo de educación que no conviene predicar. Gastaba poco, de hecho remendaba hasta la saciedad mandiles y jerséis, ponía coderas, plantillas y suelas; hasta entresacaba hilos con precisión de cirujano para zurcir las medias. Cuando tiraba unos zapatos recuperaba los cordones, por si acaso.

Pues este elemento de contribución insustancial al sistema ha fallecido sola en una residencia, con muy pocos medios o atención dada la situación general. Sin poder ser visitada, ni velada ni enterrada con sus familiares. Claro, es culpa de la mala situación actual y previa. De malas gestiones de otros, de los anteriores y sus precedentes hasta llegar a Viriato. Pensaréis que esas actitudes a las que he aludido de no mover la economía fueran las causantes de un sistema tan precario. O que ni siquiera eso, porque tampoco afectará su pequeña vida a los datos macroeconómicos que doblegáis con facilidad. 

Pues os voy a mentar a vuestra jodida estampa. Sois unos niños de papá sobrealimentados que solo os sabéis mirar el culo y el ombligo, sin diferenciar uno de otro. No sabéis que lo que sois, lo sois gracias a las miserias y las penas de este tipo de gente, la que nos metió en el primer mundo a base de pasar calamidades. Que el hambre que pasaron fue para dar su comida a sus hijos, y que valoraron tanto el estudio que no tuvieron, que siguieron pasando penas para poder mandarlos a estudiar, a muchos a la Universidad. Y ellos prosperaron, pero de repente florecieron listos como vosotros, zánganos que crecieron en los montones llenos de trigo pensando que estaban allí desde siempre. Que para tener dinero solo había que pedírselo a papá.

Los viejos siguieron ayudando a cuidar a los nietos, avalando préstamos, haciendo tortillas con manos temblorosas mientras vosotros trepabais en la política comprando voluntades y vendiendo amigos en un mercado, olvidado las lecciones de concordia que habían aprendido aquellos abuelos. Aprendisteis la palabra pelotazo antes de la palabra pelota. Y lleváis décadas de pastores de este rebaño de números en el que nos habéis convertido, prestando atención a las estadísticas, al márquetin y a las próximas elecciones en lugar de a las próximas generaciones.

Esas estadísticas hacen insignificantes a vuestros ojos a la anciana que murió hace dos días, sin saber que ella es exactamente la piedra clave que sustenta la bóveda sobre la que nos dirigís, para ordeñarnos desde vuestro castillo de cristal. Sin saber que si esa viga maestra desaparece todo vuestro mundo se puede venir abajo. No sé si sospecháis que lo que nos piden las tripas desde hace muchos años es salir a la calle con antorchas y horcas reclamando justicia. Pero volvéis a tener suerte, canallas. Porque esta señora también nos inculcó educación para que la cabeza dominara nuestro corazón, nos hizo ser templados y cautos, para que por encima de todo hubiera enfrentamientos que jamás se volvieran a repetir.

Ya veis, amigos, después de todo la anciana insignificante os ha salvado el culo. Dadle las gracias y no tentéis al demonio o a vuestra suerte.

Operación Chupete Feroz (una historia real)

Dedicada a los cuerpos de seguridad y en especial a la Policía Nacional de Ciudad Real

Dicen que a grandes males grandes remedios, y eso era lo que tocaba porque la cosa se había puesto difícil. Con el confinamiento en un piso pequeño y con un bebé inquieto la cosa especialmente era complicada, a veces más que eso. Al pequeño lo único que lo tranquilizaba era morder el maldito chupete, que se había  convertido en su compañero inseparable. Demasiado inseparable para su edad (fijaos que he dicho morder y eso quiere decir que ya tenía dientes). Ya era tiempo de abandonar el dichoso chupe, estaba decidido hace meses, pero entonces llegó el confinamiento y resultó imposible separar al peque de su vicio tranquilizador.

Era un hábito viejo, de hecho el feto ya succiona su dedo pulgar a partir del quinto mes de embarazo y es uno de los primeros reflejos del bebé al nacer que le garantiza la supervivencia. Posteriormente succionar se convierte en una actividad que relaja y consuela. Dada la duración del encierro y el tamaño del piso era difícil encontrar otras alternativas relajantes.

Pero, había que hacerlo, porque tenía más de dos años, casi tres. Los padres habían probado todas las alternativas. Las de la abuela y las que recomiendan los pediatras. Pero el niño era listo y además era valiente. El pequeño aguantaba estoico el mal sabor de alguna gotita de líquido amargo que había caído distraidamente en el enemigo de los padres. Abría mucho los ojos y quizás ponía vidriosa la mirada, pero jamás derramó una lágrima, porque sabía que tenía que aguantar.

La alternativa pediátrica pasaba por convencerlo de que era mayor, pero el niño se daba cuenta de que para lo que había fuera quizás no merecía la pena. Y visto lo visto el niño no era tonto, pero tocaba dejarlo. El consejo de los expertos consultados por los sufridos padres pasaba por teatralizar una ceremonia convincente de despedida, que se preparaba con antelación. Por ejemplo, se podía pintar una cajita para dejar los chupetes y pedir que se la llevaran los Reyes Magos o alguien importante para el niño. Otra posibilidad era aprovechar una situación de ruptura con la rutina habitual, un fin de semana en casa de los abuelos, unas vacaciones… pero esto era imposible.

Y como no, en estos momentos es cuando hay que llamar a la caballería. En los momentos desesperados Gondor llama a Rohan. Pero, ¿Dónde está la caballería?

En estas estaba la señora cuando mi amigo José para el coche patrulla en un semáforo, viniendo de hacer sonar las sirenas para levantar los ánimos, cuando ve a una mujer con cara de desesperación con un niño asomado a la ventana. Ella estaba aplaudiendo y el nene tenía los ojos bien abiertos y los miraba sin perder detalle. Se veía que le gustaban las luces azules. Como estaba a su altura la madre le espeta al policía: “A ver si venís por el chupete…”, pero omitiendo las palabras que seguían en su cabeza: “…que me tiene harta”. El pequeño no reacciona desaprobador, y mi amigo le alcanza a decir: “Mañana no puedo, pero si quieres pasado mañana me paso por la tarde y lo recojo”. El semáforo se puso en verde y ahí quedó la historia. Gondor llama a Rohan.

Mi amigo le estuvo dando vueltas a la cabeza y se hizo la promesa de encontrar un rato para ir por el chupete. Dudó la forma de proponer a sus compañeros la importante misión oficial de ir a recoger un chupete porque se lo había prometido a su madre: “tengo una cita con una madre y con un niño, veniros que me van a tirar un chupete…” Incluso en el día y medio siguiente contó con la ayuda de su hija Alicia para que le comprara una bolsa de chuches. Cuando llegó la tarde “de autos” a la comisaría se encontró que por fortuna habían donado una gran bolsa de chuches. Dios proveerá.

Mi amigo cumplió, con la duda de si iba a estar siquiera el niño, o si acaso querría desprenderse de su amigo fiel. Tras planear la operación “chupete feroz”, se organizó un operativo de cinco coches patrulla que acudieron puntuales tras la salida para los aplausos.

Lo que pasó aquella tarde nunca lo olvidará. Estaban todos los vecinos esperando. Salió del coche con la gran bolsa de chuches y tuvo que bajar el padre a por ella porque no alcanzaban al primer piso. Pero bajó con una nota de Álvaro, redactada con la ayuda de su hermanita Elena. La nota era un acuso de envío del chupete, que decía:

“Muchas gracias. El chupete es para otro bebé. Yo ya soy mayor”.

Lo acompañaba un coche patrulla hecho de papel y otra nota: “Lo estáis haciendo muy bien. Animo” Firmado: Elena 4 años Álvaro 2 años.

Teníais que ver la cara de los niños asomados a la ventana mirando las caras de los cinco coches con las sirenas a todo meter. Los vecinos también estaban asomados. Todos se lo pasaron genial, padres, niños, vecinos y policías. El detalle del coche de papel ha llegado hondo a mi amigo, lo va a conservar en su escritorio como un tesoro. Mi amigo no conocía de nada a la familia.

Esta es, amigos, la clase de gente que tenemos. La clase de profesionales que hace que por detalles así merezca la pena seguir en la brecha. Esa clase de hombres que nunca piden y nunca niegan, como decía Calderón. La clase de personas que acuden al fuego o a llevarse un chupete. Estamos orgullosos de vosotros. Estoy orgulloso de ti, José. 

UN MONO AZUL Y OTROS SÍMBOLOS

Hay veces en las que un gesto, una mirada, algo concreto es capaz de desencadenar una tormenta, arrancarte las lágrimas, cambiarte la vida. O mandarte a la muerte por tu propia voluntad. Para ello existen símbolos, carteles de propaganda, canciones, poemas o himnos, banderas, gestas verdaderas o inventadas, fotografías o reliquias que se mitifican en la memoria. Hoy hablo de algunos de ellos.

El primero lo ubico en el principio de la guerra civil, con las tropas franquistas avanzando y el gobierno en la república intentado frenarlas en el valle del Tiétar, en el único paso natural: el puerto del Boquerón. Los primeros efectivos republicanos toman posiciones en torno a una casa de peones camineros y van recibiendo refuerzos hasta completar 1500 combatientes. Entre aquellos soldados iba una única mujer. Era una joven rubia, de unos de veinte años, vestida con un mono azul, cartucheras y alpargatas. Muchos decían que no llevaba nada debajo de aquel mono. Estaba al mando de una de las cuadrillas. La muchacha era guapísima, alta y no se dejaba arredrar en ningún momento. Sonreía constantemente.

La avanzadilla del 1º Tabor de Tetuán detecta a la fuerza republicana y rodea al enemigo en forma de herradura. En la madrugada la aviación franquista comienza un intenso bombardeo que es seguido de un ataque desde posiciones elevadas apoyados por blindados. El dominio de la posición ocasionó una gran matanza. Algunos resistieron heroicamente en torno a la casa de peones camineros. Entre ellos estaba la muchacha rubia, que insultaba a los compañeros que huían. La chica manejaba una ametralladora pesada, manteniendo a raya a los moros incluso cuando murieron el resto de sus compañeros. La miliciana del mono azul causó muchas bajas a sus enemigos. Intentaron capturarla viva, pero su tenaz resistencia hizo que tuvieran que arrojar una bomba de mano para abatirla. Fue la última que murió defendiendo el puesto. Encontraron su cadáver aferrando todavía el arma.

Aquella fue una escaramuza más de la guerra con un enorme número de bajas, pero convirtió en leyenda a aquella miliciana, la que cayó defendiendo su derecho a luchar de igual modo que los hombres. Murió como uno más y nadie recuerda su nombre. Pero todavía hoy, muchos ancianos de los pueblos circundantes tienen el recuerdo de un mono azul que vestía una joven miliciana rubia. Todos ellos, de uno y otro bando, atesoran el recuerdo emocionado de una imagen clara que todavía les remueve por dentro, les hace brillar los ojos como cuando eran jóvenes. Les arrebata las mejillas y les acelera el pulso evocando emociones todavía frescas. Algunos sienten nostalgia. Otros una extraña sensación entre vergüenza y desasosegado alivio de que aquella mujer no les hubiera mirado a los ojos y ya ni hubiera hecho falta que les invitara a combatir junto a ella. Porque hay muchas personas sensatas, grises, calmadas, que dedicamos toda la vida a la búsqueda de una razón para morir.

Dentro de muchos años este símbolo se mezclará con otros en el imaginario colectivo de la leyenda. Y futuros ancianos recordarán emocionados petos y uniformes de otros héroes que también se mantuvieron firmes en la batalla. Al igual que aquella miliciana, muchos de los que los portaban sabían que iban a morir, pero nunca dudaron ni abandonaron el puesto. Eran batas verdes de enfermeros, monos azules claro de quirófano, azul marino de policía, verdes de la guardia civil o del ejército, negros de bomberos o batas blancas de vendedores, uniformes de limpiadores, repartidores, cajeros, basureros, conductores de autobús o taxistas incluso sin él. Sin medios, sin red, batiéndose con escafandras de buceo, petos de plástico recortado o con mascarillas de tela de cortina cosidas por ancianas con Parkinson. Todos esos uniformes conformaron un único grandioso símbolo multicolor que era portado por un héroe anónimo enmascarado, en el que de repente nos quisimos convertir todos. Y aquella imagen obró el milagro de transformar a una sociedad egoísta en un solo hombre de honor, que al contemplarla se dio cuenta que había tenido la gran suerte, que se da raras veces en la vida, de encontrar una razón para luchar, una razón verdadera por la que morir. Como en tiempos pasados, la mejor infantería del mundo volvió a luchar hombro con hombro en inferioridad numérica, mal pertrechada, peor pagada, hambrienta y zarrapastrosa. Como en otras ocasiones volvió a ser invencible.

Foto: Pinterest.es

¡Pardiez, contad los muertos!

Hoy quería hablaros de dos de mis familiares que han fallecido recientemente. Ambos pertenecieron a esa generación que nunca pidió y nunca negó. Francamente, creo que les hemos traicionado.

La primera se llamaba Jacinta Giner, era cuñada de mi abuelo, aunque nos unían lazos muy estrechos por lo que siempre la llamaba tía Jacinta. Pasaba los 90 años, con lo que podéis suponer que le tocó todo lo gordo, con una guerra incluida y una posguerra de postre. Formó parte de esa generación de supervivientes, de esas mujeres con ovarios de granito (vaya si los tenía), que nos dieron una oportunidad. Esta oportunidad. Una persona entre millones de ejemplos. En su caso se operó del estómago relativamente joven y esta intervención, -que hoy se trata solo con antibióticos y en mi investigación con extracto de ajo-, le dejó secuelas en la pared del estómago que le impidieron comer normal durante cuarenta años. Fue una trabajadora incansable, cauta. La recuerdo como una persona feliz pese a las muchas carencias que sufrió, al contrario que a las nuevas hornadas de ninis sobreprotegidos y malcriados a los que nos les falta de nada.

Por daros una idea del cuajo de su generación, a Jacinta con ochenta años cumplidos la tuvieron que intervenir del intestino. Quitaron una masa de muchos kilos e hicieron un empalme que a las personas jóvenes les cuesta superar. Pues ella y su genética superaron la intervención y después de cuatro décadas volvió a comer de todo, con un par. Y nos hubiera arreglado esto con cuatro consejos sencillos si la hubiéramos dejado, os lo aseguro.

El segundo del que os quiero hablar se llamaba Juan Gómez. Fue un maestro cantero, artesano formidable, a quien los arquitectos y escultores admiraban y consultaban. Hombre sencillo con un talento natural que desarrolló hasta el último momento en distintas facetas, no sólo las de la piedra, que en Toledo y Madrid testimonian su buen hacer. Huérfano de padre, desde muy pequeño se hizo cargo de sus hermanos y contaba mil anécdotas como la de cambiar a otros alumnos un bocadillo por unas cuentas, que se le daban muy bien. O de ir a pedir unos calcetines para mitigar el frío de la posguerra a Acción Católica y negárselos: “A ti no”. Imaginen decirle eso a un niño que no entiende de guerras ni de política, que solo tenía frio, y que los calcetines eran para sus hermanos. Pues nunca guardó rencor, porque era la única forma de dejarnos una oportunidad a los siguientes. Humor y filosofía de la vida.

Cuando ya no trabajaba en la piedra y enfermó de Parkinson hacía bastones artesanales, con figuras. Le encantaba la huerta con tomates y pepinos o calabacines. Muy popular, le gustaba asistir y participar en las fiestas de San Pablo de los Montes. En Toledo las fuentes de granito que están en la salida desde Puerta de Bisagra y muchas construcciones destacadas son suyas. Su hijo continuó el oficio y lo ha elevado a categoría de gran profesional, siempre bajo la atenta mirada y el consejo práctico de su progenitor.

Ambas personas murieron, pero no por Covid-19, porque cumplían  -como siempre lo hicieron-, todas las normas; aunque a Juan puede que la imposibilidad de hacer sus paseos diarios de varios kilómetros por el confinamiento agravara fatalmente su enfermedad. Confinamiento que muchos políticos se saltan para aparecer en la prensa. Fueron enterrados solos, en presencia de tres personas pese a que la entera generación a la que pertenecen merezca un funeral de estado. Pero ellos nunca lo pidieron.

Estos días me sumo a los aplausos a los que están tirando especialmente del carro, que en distintas posiciones y funciones o responsabilidades somos todos, salvo algunos listos. Pero no me dan ganas de celebrar con música nada, porque pienso en el luto por muchas personas. Héroes al fin y al cabo, como los que combaten en UCIs o aguantan en casa. O mueren sin molestar como mis protagonistas de hoy porque es lo que toca, porque es lo que ha tocado siempre. Vaya clase de personas hemos tenido y seguimos teniendo. Como decía Muñoz Molina: “Un pueblo en el que hasta las mujeres tiraban de navaja para degollar franceses y fíjese qué gobernantes han tenido a lo largo de su desgraciada historia”. Estos gobernantes se plantean ahora si dejar o no de cobrar dietas cuando hay enfermeros que pagan de su bolsillo el lavado de su ropa de trabajo, porque les parece injusto aprovechase de las lavanderías que se han ofrecido a hacerlo gratis, pese a que se están arruinando. Personas de honor, unos y otros. La mejor infantería. Y los políticos se subieron el sueldo el miércoles antes de la encerrona, consultad el BOE. Os maldigo a casi todos, a los de ahora y a los que esperáis con los colmillos salivando para tomar el relevo. A los de poco antes y a los de hace cientos de años. Jamás habréis sabido la generosidad y el valor de la gente a la que habéis gobernado.

Por eso debíamos responder como aquel oficial superviviente en la batalla de Rocroi. El mismo al que permitieron una rendición honrosa, pudiendo regresar con las insignias y las armas. Algo impensable salvo por el inmenso miedo que nos tenían cuando luchamos heridos de muerte, esperando el final hombro con hombro. En ese momento es cuando somos más peligrosos, como los jabalíes heridos, como los gatos que se defienden panza arriba. Cuando le preguntaron cuántos españoles quedaban, el oficial respondió. “Pardiez, contad los muertos…” Contad pues con Jacinta y con Juan.

Ignacio Gracia (Con la colaboración de Amador García-Carrasco)

Máscaras y dudas legales

Asisto estupefacto al espectáculo lamentable de las máscaras de Decathlon. Entiendo el argumento, pero estamos zumbados. El problema es que estamos usando un elemento que no está avalado sanitariamente para cumplir una función crítica, sobre todo si lleva una pieza obtenida en una impresora 3D casera y acoplada burdamente con teflón por un enfermero que lleva trabajando dos días sin descanso. El tema es que funciona, pero si cualquier persona se muere llevando una, los descendientes tienen ganado clarísimamente el juicio si presentan una demanda por mala praxis. Y el hecho de que nos planteemos esta duda con gente que a lo mejor se muere porque le falta el respirador nos define como lo que somos: unos inmensos gilipollas. Todos. Repito: todos, unos y otros. Y entiendo las dudas legales y el mal cuerpo del superior responsable del enfermero que se juega la vida e igual va a la cárcel por querer usarlo. Lo lamentable es que hayamos convertido en siquiera razonable esta duda. Nos hemos convertido en una caricatura, ya estamos listos para la extinción, pero no por un virus no, por imbéciles.

Porque lo normal, lo racional, lo que ni siquiera se debería dudar un segundo es hacer lo que hay que hacer y punto. Y si alguien demanda decir que el responsable es Fuenteovejuna. A ver qué pasa. Que bastante tragamos ya con otras cosas. Con demasiadas cosas.

Yo estuve una vez en una situación parecida. La segunda vez que fui a Cuba por trabajo. Coincidía con una época complicada después del derrumbe de la Unión Soviética y con su apoyo al régimen castrista. Por eso lo llamaron eufemísticamente el periodo especial. Faltaba todo, absolutamente todo. Y por aquel entonces, al igual que ahora, la gente de la madre patria demostró una solidaridad sin precedentes: todo el mundo que podía ayudaba. La forma directa que había en el año 96, sin internet ni crowfundings, era llenar la maleta si volabas a la isla. 

En mi caso hice un recorrido por varias farmacias y ópticas y la ayuda fue abrumadora. Me llevé un montón de gafas (gracias, Navarrete) y muchas medicinas. Incluso en el centro de salud de mi pueblo me dieron medicamentos para quimioterapia. Yo ya conocía gente que trabajaba en hospitales allí que se iba a encargar de distribuir el material. El problema se me planteó cuando reflexioné sobre los posibles problemas de lo que estaba haciendo (ya me lo adelantaron los médicos de mi pueblo). El primero era el peso brutal de la maleta incluyendo medicinas, leche condensada, chorizos y una botella de whisky para mi hermano negro Pedro. Esto a las malas estaba controlado porque implicaba pagar sobrepeso. El problema era que legalmente mover las tres grandes bolsas de medicinas (a ojo de buen cubero tres o cuatro mil euros de aquel entonces), con alguna en particular como la de quimioterapia, era delito. De hecho solo la de quimioterapia ya lo era. Entiendo que en la aduana del destino no habría problema si indicaba que era para una donación. O no. En cualquier caso había que pasar la aduana de aquí, quizás con personas con razonamientos envueltos en papel de fumar como a los que aludía en el primer párrafo.

Pero en aquella época era joven e idealista. Sí, sí, irresponsable. Y como el mundo no me había contaminado demasiado me dije. “Bah, no pasa nada, está claro que voy a ayudar…Hay que arriesgarse.” Cuestión zanjada. Y me olvidé del asunto salvo por los casi 40 kilos de la maleta. Pero el miedo regresó cuando vi en el aeropuerto los fusiles de la policía con los perros haciendo controles. Y sobre todo cuando dejé la maleta en la cinta de facturación, y vi el número en rojo, demasiado grande y sospechoso para diez días de viaje. Pensé que a la de facturación se la pelaba la justificación que le podría dar, lo mismo que al policía del perro, o a un juez con moral “yo no me complico, yo hago estrictamente lo legal”. Pero al final fue todo simple, como debíamos serlo las personas ahora. “Señor Gracia. A la Habana”–Me dijo la azafata levantando una ceja al ver el peso. –¿Llevas medicinas, verdad?” –Sí claro, le respondí, extrañado de que me tuteara de repente. No sé si fue el “claro”, imposible de fingir, o mi cara de susto lo que hizo sonreír a la chica con la mirada. –¿Alguna bolsa más que facturar? –me respondió. –No, gracias. – Pues buen viaje.

Así de sencillo fue entonces. Y así de sencillo debería ser ahora. Solo lamento no haberme llevado otra maleta de 40 kilos, porque aquella chica me la hubiera dejado pasar, posiblemente cometiendo otro delito o una falta laboral. Pero qué carallo, aquel día los dos hicimos lo que debíamos y punto. Imaginaos si en vez de dos personas que no usan el papel de fumar lo olvidásemos 47 millones de españoles. 

Foto: Decathlon.es

Atraco casi perfecto

Estaba todo planificado. Era entrar y salir. Un pequeño banco de un pequeño pueblo cuyo nombre nunca salía en ningún sitio. Gente sencilla y temerosa de Dios y complicaciones. Pocos medios para detectarlos, hacerles frente o incluso perseguirlos. Pan comido, en unas horas en la frontera y en pocos días tumbados en la playa. El problema es que era el pueblo equivocado.

Comenzaron bien. Sin detectores de metales a la entrada del banco, al contrario de lo que ocurre en las entidades de ciudades pequeñas, e incluso en los centros escolares. “Dios bendiga la américa profunda” -pensó el más alto al entrar-, relamiéndose con la imagen que contemplaba: cinco pueblerinos palurdos esperando a ser atendidos por dos empleados del otro lado de un mostrador sin cristal de seguridad. En los pueblos a la gente le gusta verse cara a cara. Dios bendiga América. Acababan de entrar los tres atracadores al banco, estaban dentro sin ningún impedimento portando tres revólveres y una escopeta de caza camuflada debajo de la gabardina. Una única cámara de seguridad llena de suciedad y telarañas. Inservible desde hace mucho tiempo. Esto iba a ser como robarle el caramelo a un niño. Tres zorros campando a sus anchas en el corral de las gallinas. Dios bendiga a América.

Todo muy profesional y rápido. Un grito, todo el mundo al suelo, esto es un atraco… bla bla.., mientras se sacan las armas y se asegura que si colaboran todo va a salir bien y nadie resultará dañado. Ante la miraba sorprendida de los palurdos, lentos hasta para tirarse al suelo y colaborar en un atraco, mi compañero dispara al aire. Se van a cagar de miedo y posiblemente ni se alerte la gente del exterior, porque a esa hora no había nadie por la calle y la oficina de sheriff estaba en la otra punta del pueblo. Demasiado calor para salir aquella tarde.

El problema es que cuando el palurdo con el peto lleno de grasa saca sus sucias manos de los bolsillos en una de ellas lleva un revólver, apunta y dispara sin mirar. Esto nos pilla por sorpresa y nos obliga a parapetarnos detrás de un mostrador de la entrada. El problema continua cuando esos hijos de puta nos hacen frente, y de repente nos encontramos intercambiando disparos frente a un arsenal de al menos cuatro armas. Aprovechamos un momento de calma –posiblemente de recarga- para poner pies en polvorosa y salir a escape en el coche que tenemos arrancado a la salida. Otra vez será.

El auténtico problema para los atracadores es que en menos de cuatro minutos los palurdos se han organizado y hay tres pickups llenas de pueblerinos armados que los persiguen a toda velocidad. Habían atracado el sitio equivocado. En el sur de Texas no se tolera que alguien te apunte, es una cuestión de orgullo sureño. La encantadora anciana Angie O’connor estuvo a punto de sufrir un síncope en el mostrador, pues al sacar de su bolso el enorme Colt Dragoon de su marido -que en paz descanse-, casi alcanza con su disparo a Barnie, el de la agencia de seguros. Eso no se puede consentir, sobre todo de forasteros. Menos mal que los cinco clientes y los dos empleados estaban armados, y la reacción instintiva en el sur no es levantar las manos, sino desenfundar, vaquero. Por suerte acudieron algunos chicos que hacían la compra semanal de comestibles para el rancho Thorton, y se organizó rápidamente una persecución. Costó poco convencerles, la verdad. Incluso algunos lanzaban gritos de alegría “Yi-haaaa, yi-haaaa” y disparos al aire. Fueron reprobados por el Sheriff, que indicaba que había que ahorrar municiones hasta que llegaran los refuerzos. Nadie le hizo caso. En seguida se nos unió a toda velocidad la preciosa camioneta restaurada –trucada- del clérigo y el camión de bomberos, éste especialmente valioso porque tenía acoplada al techo una ametralladora de gran calibre, no entro en explicaciones sobre este hecho.

El caso es que la polvareda de los fugados fue un rastro fácil de seguir, a pesar de que conducían un coche potente y de su ventaja. Por fortuna el Dodge de los atracadores reventó una rueda al pisar una de las trampas de osos de Jack Huges, justo antes de la incorporación a la carreta estatal. Jack es el tonto del pueblo, y a veces se dedica a fastidiar a Trevor Smith, porque sale con una chica que le gusta, y porque tiene una moto. Siempre dice que va a atrapar su Harley con una trampa, pero pese a todo no es mal chico. El caso es que casi vuelcan, y se vieron obligados a refugiarse en el establo del viejo Stampy. En un momento el establo se rodeó de cientos de perseguidores y otros curiosos armados, y se empezó a decidir la estrategia a seguir. La mayor parte de la gente proponía ahorcarlos o quemar el establo, pero el viejo Stampy casi le vuela la cabeza al primero que sacó una lata de gasolina, así que esperamos la llegada del gobernador, que por fortuna estaba cerca en una cacería. Mientras tanto el reverendo Lonergan comenzó a rezar, mientras meditaba sobre el uso de la fuerza en linchamientos y la doctrina de la fe que quizás se oponía a ella. Su expresión seria mostraba un gran sufrimiento interno.

Por desgracia el picapleitos Martin Feeney nos ha prohibido que hablemos del fin de la jornada. Solo puedo decir que todo salió bien y que los presentes tenemos una buena historia que contar, siempre que seas del pueblo, claro. Si puedo decir, para tranquilizaros, que organizamos una colecta, reconstruimos el establo del viejo Stampy y regalamos a la señora O’connor un arma más ligera.

Al día siguiente el único visitante del lugar de los hechos fue un perro, que olisqueando encontró el alzacuellos del reverendo Lonergan en un bidón de la basura oxidado cerca del establo. ¿Cómo demonios había llegado allí? Dios bendiga la América Profunda.

Foto: Escena de la película Comanchería