Máscaras y dudas legales

Asisto estupefacto al espectáculo lamentable de las máscaras de Decathlon. Entiendo el argumento, pero estamos zumbados. El problema es que estamos usando un elemento que no está avalado sanitariamente para cumplir una función crítica, sobre todo si lleva una pieza obtenida en una impresora 3D casera y acoplada burdamente con teflón por un enfermero que lleva trabajando dos días sin descanso. El tema es que funciona, pero si cualquier persona se muere llevando una, los descendientes tienen ganado clarísimamente el juicio si presentan una demanda por mala praxis. Y el hecho de que nos planteemos esta duda con gente que a lo mejor se muere porque le falta el respirador nos define como lo que somos: unos inmensos gilipollas. Todos. Repito: todos, unos y otros. Y entiendo las dudas legales y el mal cuerpo del superior responsable del enfermero que se juega la vida e igual va a la cárcel por querer usarlo. Lo lamentable es que hayamos convertido en siquiera razonable esta duda. Nos hemos convertido en una caricatura, ya estamos listos para la extinción, pero no por un virus no, por imbéciles.

Porque lo normal, lo racional, lo que ni siquiera se debería dudar un segundo es hacer lo que hay que hacer y punto. Y si alguien demanda decir que el responsable es Fuenteovejuna. A ver qué pasa. Que bastante tragamos ya con otras cosas. Con demasiadas cosas.

Yo estuve una vez en una situación parecida. La segunda vez que fui a Cuba por trabajo. Coincidía con una época complicada después del derrumbe de la Unión Soviética y con su apoyo al régimen castrista. Por eso lo llamaron eufemísticamente el periodo especial. Faltaba todo, absolutamente todo. Y por aquel entonces, al igual que ahora, la gente de la madre patria demostró una solidaridad sin precedentes: todo el mundo que podía ayudaba. La forma directa que había en el año 96, sin internet ni crowfundings, era llenar la maleta si volabas a la isla. 

En mi caso hice un recorrido por varias farmacias y ópticas y la ayuda fue abrumadora. Me llevé un montón de gafas (gracias, Navarrete) y muchas medicinas. Incluso en el centro de salud de mi pueblo me dieron medicamentos para quimioterapia. Yo ya conocía gente que trabajaba en hospitales allí que se iba a encargar de distribuir el material. El problema se me planteó cuando reflexioné sobre los posibles problemas de lo que estaba haciendo (ya me lo adelantaron los médicos de mi pueblo). El primero era el peso brutal de la maleta incluyendo medicinas, leche condensada, chorizos y una botella de whisky para mi hermano negro Pedro. Esto a las malas estaba controlado porque implicaba pagar sobrepeso. El problema era que legalmente mover las tres grandes bolsas de medicinas (a ojo de buen cubero tres o cuatro mil euros de aquel entonces), con alguna en particular como la de quimioterapia, era delito. De hecho solo la de quimioterapia ya lo era. Entiendo que en la aduana del destino no habría problema si indicaba que era para una donación. O no. En cualquier caso había que pasar la aduana de aquí, quizás con personas con razonamientos envueltos en papel de fumar como a los que aludía en el primer párrafo.

Pero en aquella época era joven e idealista. Sí, sí, irresponsable. Y como el mundo no me había contaminado demasiado me dije. “Bah, no pasa nada, está claro que voy a ayudar…Hay que arriesgarse.” Cuestión zanjada. Y me olvidé del asunto salvo por los casi 40 kilos de la maleta. Pero el miedo regresó cuando vi en el aeropuerto los fusiles de la policía con los perros haciendo controles. Y sobre todo cuando dejé la maleta en la cinta de facturación, y vi el número en rojo, demasiado grande y sospechoso para diez días de viaje. Pensé que a la de facturación se la pelaba la justificación que le podría dar, lo mismo que al policía del perro, o a un juez con moral “yo no me complico, yo hago estrictamente lo legal”. Pero al final fue todo simple, como debíamos serlo las personas ahora. “Señor Gracia. A la Habana”–Me dijo la azafata levantando una ceja al ver el peso. –¿Llevas medicinas, verdad?” –Sí claro, le respondí, extrañado de que me tuteara de repente. No sé si fue el “claro”, imposible de fingir, o mi cara de susto lo que hizo sonreír a la chica con la mirada. –¿Alguna bolsa más que facturar? –me respondió. –No, gracias. – Pues buen viaje.

Así de sencillo fue entonces. Y así de sencillo debería ser ahora. Solo lamento no haberme llevado otra maleta de 40 kilos, porque aquella chica me la hubiera dejado pasar, posiblemente cometiendo otro delito o una falta laboral. Pero qué carallo, aquel día los dos hicimos lo que debíamos y punto. Imaginaos si en vez de dos personas que no usan el papel de fumar lo olvidásemos 47 millones de españoles. 

Foto: Decathlon.es

Atraco casi perfecto

Estaba todo planificado. Era entrar y salir. Un pequeño banco de un pequeño pueblo cuyo nombre nunca salía en ningún sitio. Gente sencilla y temerosa de Dios y complicaciones. Pocos medios para detectarlos, hacerles frente o incluso perseguirlos. Pan comido, en unas horas en la frontera y en pocos días tumbados en la playa. El problema es que era el pueblo equivocado.

Comenzaron bien. Sin detectores de metales a la entrada del banco, al contrario de lo que ocurre en las entidades de ciudades pequeñas, e incluso en los centros escolares. “Dios bendiga la américa profunda” -pensó el más alto al entrar-, relamiéndose con la imagen que contemplaba: cinco pueblerinos palurdos esperando a ser atendidos por dos empleados del otro lado de un mostrador sin cristal de seguridad. En los pueblos a la gente le gusta verse cara a cara. Dios bendiga América. Acababan de entrar los tres atracadores al banco, estaban dentro sin ningún impedimento portando tres revólveres y una escopeta de caza camuflada debajo de la gabardina. Una única cámara de seguridad llena de suciedad y telarañas. Inservible desde hace mucho tiempo. Esto iba a ser como robarle el caramelo a un niño. Tres zorros campando a sus anchas en el corral de las gallinas. Dios bendiga a América.

Todo muy profesional y rápido. Un grito, todo el mundo al suelo, esto es un atraco… bla bla.., mientras se sacan las armas y se asegura que si colaboran todo va a salir bien y nadie resultará dañado. Ante la miraba sorprendida de los palurdos, lentos hasta para tirarse al suelo y colaborar en un atraco, mi compañero dispara al aire. Se van a cagar de miedo y posiblemente ni se alerte la gente del exterior, porque a esa hora no había nadie por la calle y la oficina de sheriff estaba en la otra punta del pueblo. Demasiado calor para salir aquella tarde.

El problema es que cuando el palurdo con el peto lleno de grasa saca sus sucias manos de los bolsillos en una de ellas lleva un revólver, apunta y dispara sin mirar. Esto nos pilla por sorpresa y nos obliga a parapetarnos detrás de un mostrador de la entrada. El problema continua cuando esos hijos de puta nos hacen frente, y de repente nos encontramos intercambiando disparos frente a un arsenal de al menos cuatro armas. Aprovechamos un momento de calma –posiblemente de recarga- para poner pies en polvorosa y salir a escape en el coche que tenemos arrancado a la salida. Otra vez será.

El auténtico problema para los atracadores es que en menos de cuatro minutos los palurdos se han organizado y hay tres pickups llenas de pueblerinos armados que los persiguen a toda velocidad. Habían atracado el sitio equivocado. En el sur de Texas no se tolera que alguien te apunte, es una cuestión de orgullo sureño. La encantadora anciana Angie O’connor estuvo a punto de sufrir un síncope en el mostrador, pues al sacar de su bolso el enorme Colt Dragoon de su marido -que en paz descanse-, casi alcanza con su disparo a Barnie, el de la agencia de seguros. Eso no se puede consentir, sobre todo de forasteros. Menos mal que los cinco clientes y los dos empleados estaban armados, y la reacción instintiva en el sur no es levantar las manos, sino desenfundar, vaquero. Por suerte acudieron algunos chicos que hacían la compra semanal de comestibles para el rancho Thorton, y se organizó rápidamente una persecución. Costó poco convencerles, la verdad. Incluso algunos lanzaban gritos de alegría “Yi-haaaa, yi-haaaa” y disparos al aire. Fueron reprobados por el Sheriff, que indicaba que había que ahorrar municiones hasta que llegaran los refuerzos. Nadie le hizo caso. En seguida se nos unió a toda velocidad la preciosa camioneta restaurada –trucada- del clérigo y el camión de bomberos, éste especialmente valioso porque tenía acoplada al techo una ametralladora de gran calibre, no entro en explicaciones sobre este hecho.

El caso es que la polvareda de los fugados fue un rastro fácil de seguir, a pesar de que conducían un coche potente y de su ventaja. Por fortuna el Dodge de los atracadores reventó una rueda al pisar una de las trampas de osos de Jack Huges, justo antes de la incorporación a la carreta estatal. Jack es el tonto del pueblo, y a veces se dedica a fastidiar a Trevor Smith, porque sale con una chica que le gusta, y porque tiene una moto. Siempre dice que va a atrapar su Harley con una trampa, pero pese a todo no es mal chico. El caso es que casi vuelcan, y se vieron obligados a refugiarse en el establo del viejo Stampy. En un momento el establo se rodeó de cientos de perseguidores y otros curiosos armados, y se empezó a decidir la estrategia a seguir. La mayor parte de la gente proponía ahorcarlos o quemar el establo, pero el viejo Stampy casi le vuela la cabeza al primero que sacó una lata de gasolina, así que esperamos la llegada del gobernador, que por fortuna estaba cerca en una cacería. Mientras tanto el reverendo Lonergan comenzó a rezar, mientras meditaba sobre el uso de la fuerza en linchamientos y la doctrina de la fe que quizás se oponía a ella. Su expresión seria mostraba un gran sufrimiento interno.

Por desgracia el picapleitos Martin Feeney nos ha prohibido que hablemos del fin de la jornada. Solo puedo decir que todo salió bien y que los presentes tenemos una buena historia que contar, siempre que seas del pueblo, claro. Si puedo decir, para tranquilizaros, que organizamos una colecta, reconstruimos el establo del viejo Stampy y regalamos a la señora O’connor un arma más ligera.

Al día siguiente el único visitante del lugar de los hechos fue un perro, que olisqueando encontró el alzacuellos del reverendo Lonergan en un bidón de la basura oxidado cerca del establo. ¿Cómo demonios había llegado allí? Dios bendiga la América Profunda.

Foto: Escena de la película Comanchería

La generación que estamos enterrando

Veo algunas imágenes en estos momentos difíciles y se me parte el corazón por algunas personas, las más jodidas. Las que siguen sin pedir, las que siguen dando.

Me refiero a la generación de nuestros abuelos. No es la primera epidemia que sufren, de hecho toda su vida ha sido una resistencia heroica. Nacieron en una España en ruinas, reventada por dentro y por fuera. La primera epidemia que pasaron fue la del hambre. Fueron los supervivientes de una brutal selección natural, por la cual lo habitual era tener un nacimiento y un entierro de un niño -un enterrico- al año en cada familia. Como modesto dato en la de mi abuelo materno nacieron doce pero sobrevivieron solo cuatro.

Comían lo que había, que era nada. Sus chuches eran las mondas de naranja que encontraban con suerte rebuscando en las vías del tren. Comían harina de almortas un día y el siguiente también, con suerte. Sufrieron muchas deficiencias vitamínicas y nutricionales que les convirtieron en bajitos y reconcentrados. Pasaron frío y los afortunados supieron lo que es el aceite de ricino y las pomadas para los sabañones. Preguntadles a los jóvenes si saben qué es eso. Caminaban descalzos al colegio y solo antes de entrar se ponían las alpargatas porque tenían que durar muchos años. Algunos tenían unos pantalones un poco más lustrosos que se ponían para salir los domingos, y se turnaban para compartirlos con los hermanos distribuyendo horarios para su uso.

Trabajaron como animales. Literalmente. Arañaban la tierra con rejos poco afilados o con manos desnudas de uñas negras; a veces sustituyendo a las bestias, con más ansia que estas porque se trataba de simple supervivencia. Jamás se quejaron. Al contrario, aprovechaban cada ocasión para compartir la miseria o un trago de vino o de cecina con un compañero convirtiendo cada ocasión en una fiesta, valorando los pequeños momentos como si fueran los últimos.

Fueron optimistas pero cautos, ahorradores. Acumularon cada migaja, pero no las disfrutaron, porque se las cedieron con gusto a la siguiente generación para que existiera futuro, para que tuvieran la oportunidad de progresar que ellos no tuvieron. Así los viejos aperos se cambiaron por máquinas, por tractores o cosechadoras que sustituyeron a las mulas, a las hoces y a las trillas. Cuando tuvieron que dejar de trabajar porque estaban literalmente reventados avalaron con su propia casa los préstamos de sus hijos para ampliar las fincas, comprar más maquinarias o montar un negocio. Incluso cuidaron de sus nietos o bisnietos porque sus padres habían malvendido herencias o patrimonios, y la siguiente generación fue de funcionarios o de familias mileuristas que tenían que sobrevivir trabajando explotados mientras los abuelos renqueantes seguían al frente, al cuidado de los pequeños. También avalaron los préstamos de los nietos para pisos carísimos de cincuenta metros con la ya vieja casa familiar. Hasta entonces los acogieron y siguieron haciendo tortillas y croquetas con manos temblorosas por el párkinson o devastadas por la artritis. Seguían tirando del carro, sin quejarse. Incluso ahora cosen mascarillas cuando serían descartados en los triajes por criterios de supervivencia. Pero saben que pueden ayudar y es su forma de vivir: aportar sin pedir nada y sin negar nada. Hasta el final.

Muchos de ellos cuando se dieron cuenta que no podían ser útiles, que eran una carga, tomaron la decisión de irse a la residencia con el corazón roto, pero sin dudar un segundo y sin derramar una lágrima porque era lo que tocaba. Allí están ahora.

Como a lo largo de su vida, también en estos momentos les ha tocado la peor parte. Cuando percibieron la gravedad de la situación (antes que nosotros) fueron los primeros que nos dijeron que no fuésemos a verlos a las residencias, para no propagar la enfermedad, pese a que sabían desde el principio que posiblemente ya no nos volverían a ver. Aguantan la cuarentena solos, enfermos, pero siguen sin quejarse. Con una atención precaria por el colapso sanitario. Están cayendo uno a uno. No les pueden velar sus familias. Como ejemplo paradójico de su infinito sacrificio se están enterrando solos, aquellos a los que les debemos todo, a los que hicieron posible que tuviéramos esta oportunidad. Y encima si pudieran nos animarían: “Son cosas que pasan”, es la ley de la vida que aprendieron a golpes. Pero te aseguro, amigo, que no los vamos a olvidar, aunque sea por propio egoísmo.

Me pregunto qué vamos a hacer sin ellos. Me pregunto cómo se va a sostener el primer mundo que nos regalaron cuando ya no estén. Para que lo despilfarrásemos todo. Para que dilapidásemos todo como si no hubiera un mañana, porque siempre los teníamos como red. Para que algunos egoístas sobreprotegidos de sucesivas generaciones olvidasen lo que cuesta ganar cada migaja que se llevan a la boca porque pagan otros. Para que encima algunos jóvenes que se creen inmortales al virus, se rían de ellos con sonrisa estúpida bromeando ignorantes con el IPhone que les regaló “el abu”, adivina con cuántos sueldos juntados de su paga de mierda. Y me preocupo seriamente por el futuro, igual que ellos se preocupan por el panorama que dejan. Reflexiono sobre las cosas que vemos estos días (y mucho antes), pensando que a nuestros abuelos no se las habrían hecho de jóvenes. Ni mucho menos, a gente con aquellos cojones y aquellos ovarios ni por asomo. Porque ganaron cada derecho literalmente con sangre. Porque cuando decían una cosa quedaba dicha para siempre. Porque protegían a los débiles, porque dentro de la miseria eran capaces de reconocer a la gente a la que había que promocionar por pura supervivencia del grupo. Porque hacían lo que había que hacer y punto. Porque aquellos hombres y mujeres despreciaban a los traidores y a los cobardes.

Sagradas escrituras (Río Bravo)

Una historia sobre RESISTENCIA en tiempos difíciles como estos

Esta barricada no va sobre una película vieja. No va sobre la redención, la amistad o el amor. Ni sobre las segundas oportunidades. No va sobre un borracho de manos temblorosas, un viejo desdentado, un chico que escoge el camino correcto, una mujer descarriada o un sheriff que se enfrentan a un ejército. Va sobre todos y cada uno de vosotros. Esto no va sobre Río Bravo, es mucho más profundo. Es el mensaje de esperanza que un Dios misericordioso nos quiere transmitir: el mundo todavía tiene solución.

Son las sagradas escrituras hechas imágenes sobre el celuloide. Candiles encendidos para que regresemos a casa cuando estemos perdidos en la ventisca, faros en la niebla. Abrevaderos de la vida para saciar una sed infinita. Para que bebamos en manaderos de sabiduría cuando pensemos que todo está perdido. Escenas dispuestas para que acudamos una y otra vez a ellas. Siempre seremos atendidos, siempre encontraremos un consejo, un bálsamo, conocimiento para seguir adelante. Porque todos seremos alguna vez en la vida un borracho que va a recoger una moneda de una escupidera, una mujer descarriada que quiere empezar de cero. Todos seremos un joven que quiere escoger el camino correcto. Todos seremos alguna vez un viejo solitario que valora especialmente las muestras de cariño. Todos en la vida recompraremos las pistolas que empeñó un buen amigo esperando que algún día las vuelva a utilizar cuando se recupere. O daremos una patada a la escupidera para que nuestro amigo no se humille. Y todos nos enfrentaremos a un ejército de malvados, a veces de forma cotidiana, escogiendo el camino difícil: resistir pese a que al final la vida nos vencerá tarde o temprano. Siempre.

Por eso esto es una jodida guía de la vida. Un mapa para escoger el camino aunque te sientas completamente en ruinas. Para resistir el toque de degüello de un asedio cantando “My rifle, my pony and me”. Para ir a contracorriente, para revertir una situación cuando parece imposible. Sin derramar una sola gota de whisky.

Leed y releed estas escrituras. Difundid su mensaje. Cada día encontraréis unas palabras diferentes que Dios os dedica específicamente a cada uno de vosotros.

Os transcribo algunos versículos escogidos al azar, como si el viento que Dios nos insufla hojease caprichoso las páginas de nuestra biblia visual.

-Un Viejo tullido y un borracho. ¿Es todo lo que tienes? -Es TODO lo que tengo.

-…Si me van a disparar, por lo menos deberían pagarme por ello…

-…Es interesante ver a un chico listo para variar…

-No pienses que eres tan especial. ¿Crees que has inventado la resaca? -No, pero podría patentar las mías.

-…Es tan bueno que no necesita aparentar que lo es…

-Eso es lo que haría si fuese el tipo de chica que piensas que soy…

-…Hagamos una ronda por la ciudad.

-Me alegro de haber probado una segunda vez. Es mejor cuando lo hacen dos personas (besarse).

-…Demonios, ¿Cuál es la diferencia? Todos estaremos muertos para entonces.

-…Recordaremos lo que dijiste…

-¿Piensas que eres lo suficientemente bueno (…)? -Vamos a darle trabajo al enterrador.

Ciudad Real Digital | Barricada Cultural | Sagradas Escrituras (Río Bravo)

Foto: John Wayne, Walter Brennan y Dean Martin en Río Bravo/Rio Bravo.

Continúa la barricada cultural

Mediante esta forma seguiré publicando los artículos semanales de la sección Barricada cultural. Tenía pensado acabar con esta actividad una vez cerrado el periódico, pero creo que en estos momentos nos pueden ayudar un poco a sobrellevar el tedio. Muchas gracias por animarme a seguir escribiendo y por leerme.