Dispersión de aerosoles de Coronavirus

Pues hoy quiero escribir sobre este tema, que algunos me están calentando la boca –o mejor dicho, el teclado-. La semana pasada se daba en directo durante el programa de Iker Jiménez la noticia de que los organismos de salud empezaban a reconocer la transmisión aérea del Covid-19. Esto para un periodista puede suponer un cataclismo en cuanto a exclusiva, pero no es nada que un científico (o cualquier persona sensata) no tuviera ya en mente. Adivinen ustedes para qué llevamos máscaras. Pues sucede que las gotas venenosas de salivilla que expulsan los adolescentes en reuniones sociales y sin mascarilla, o los que fuman a tu lado (dicho sea de paso) circulan por el aire. El problema viene cuando aparte de gotas gordas se generan gotitas pequeñas que no caen al suelo y vuelan libres por el aire, de la misma forma que los humidificadores de ultrasonidos generan una neblina fina que puede llegar a dispersarse igual que el humo: estamos hablando de los aerosoles.  

Esto no es nada nuevo ni nada diferente que no supiésemos los científicos, ni nada sobre lo que haya que preocuparse de una forma adicional como ahora os explicaré. El problema es que en los medios de comunicación se suele escuchar poco a los científicos, y así nos va. Me tiro a un charco, pero opino que en lo que se refiere a ciencia o a aquello sobre lo que llevas 25 años formándote, la opinión de un experto vale más que la de un paisano. No es soberbia, son callos. Y el problema es que en muchos medios se confunde informar con dar cobertura a las diferentes opiniones (perfectamente formulables), pero supuestamente con la misma validez unas que otras. Gran error, porque la finalidad de los periodistas es contrastar la información y ponderar estas posturas. Si mezclamos la ocurrencia de un cantamañanas con afán de que lo vean los colegas (opinólogo creo que se llama cuando tiene contrato en la tele), y lo ponemos a discutir dándole la misma credibilidad que a otro que lleva toda la vida sufriendo sobre lo que habla, el resultado puede ser que el segundo se desquicie; porque este atiende a razones, pero el primero se las pasa por el arco del triunfo.

Y así pasa lo que pasa. Que tenemos los medios envenenados con negacionistas del virus, feroces antivacunas, terraplanistas, reptilianos, conspiranoicos y amantes bandidos a mogollón. Entre estos y los ninis sobreprotegidos, sin formación ni callos en las manos que milagrosamente curran de políticos (de todos los colores) vamos viento en popa…

Lo que pido es que dejéis hablar a los técnicos, a los expertos. Que se pongan de acuerdo entre ellos porque les interesa realmente. Y a los otros, a TODOS, les podíamos dejar de hacer caso un rato; venga, una prueba. En Holanda estuvieron sin gobierno casi un año y fue todo mejor que nunca, a ver si va a ser eso…

Pues en relación a los aerosoles da la casualidad que sobre dispersión de estos o de difusión de contaminantes sé un poco, porque una de las asignaturas que imparto es la que estudia su transporte. Y lo que estamos haciendo es determinar la forma en la que se dispersa el maldito aerosol en diferentes ambientes. La buena noticia es que por que nos topemos con una molécula de virus no va a pasar nada, solo enfermamos a partir de una cierta concentración o carga vírica. La enfermedad se puede desarrollar por estar en contacto o sufrir una dosis puntual muy alta, o bien ir acumulando durante cierto tiempo una dosis pequeña, como puede ocurrir en un sitio cerrado. Pues esto es lo mismo que pasa con los contaminantes, y es sobre lo que llevo trabajando la mitad de mi vida (no digo mi edad). La Ingeniería Química permite predecir, por ejemplo, cómo evolucionará la contaminación de un vertido de una fábrica a medida que este se desplaza por el aire o por el curso de un río. Fiaos un poco de mi trabajo y no le peguéis un manotazo a mis papeles igual que un negacionista le da un manotazo al tablero de ajedrez cuando empieza a perder la partida. La ventaja de los científicos es que siempre se nos puede hacer preguntas, siempre tenemos una base contrastada sobre la que afirmar e incluso debatir. Preguntad por qué mil veces, no os canséis de pedir explicaciones. Y como no me quiero extender, si os interesa lo de los aerosoles os lo cuento hoy a las 19:00 en una pequeña entrevista en directo, con Andrés García, un tipo muy majo. Divulgador y científico. Preguntad lo que os dé la gana. Os esperamos. Hay que pinchar en cualquiera de estos enlaces:

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EL SUEÑO

(Ganador I certamen APAIPA de relato breve)

Lo primero que hizo el homínido al erguirse sobre las patas traseras fue mirar a la luna y, enamorado, soñar que algún día un descendiente suyo caminaría sobre la gran bola blanca.

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Luisa lleva soñando desde que le diagnosticaron su enfermedad, a los dos años de edad. Soñó con practicar deporte, con hacer carreras con su sillita de ruedas. Soñó en no escuchar a los hombres de la bata que tras los cristales negaban con la cabeza y hacían llorar a mamá, aquellos que le hablaban con compasión sin mirarle a los ojos. Soñó en hacer caso a aquellos que le recomendaron aferrarse al deporte para superar su enfermedad. Durante muchos años soñó que el dolor no existía, que no había bordillos, en sillas de titanio con cubiertas especiales para el campo. En un sueño Luisa aprendió a caminar entre dos barras de acero, continuó caminando por jardines, marchó por vías verdes. Se fortaleció en piscinas y corrió diariamente por la pista de tartán.

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Esta noche Luisa, con 32 años, cae extenuada tras cruzar primera la línea blanca. Corre por la calle número cuatro, la que acredita el mejor tiempo en los clasificatorios. Entre los flases de los fotógrafos y los focos del estadio olímpico descubre la preciosa luna llena otoñal.

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Cuando con 45 años es la primera española que camina sobre la superficie lunar le embarga una extraña sensación. Levanta la vista hacia la estrella polar, sonríe y tiene un sueño premonitorio.

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El día que viví mil vidas

Yo recuerdo ese día como vivido dentro de otra piel, desdoblado en miles de vidas.

En la primera hora soy muchas personas pequeñas y grises en una gran miseria. Paseo por los escombros de un país en ruinas devastado por una atroz guerra civil. Soy todos y cada uno de mis doce hermanos. Cada año nazco y me entierran a los pocos meses. Sobrevivimos cuatro. Soy niños con churretes y sabañones que rebuscan entre las vías del tren cáscaras de naranja, alumnos que van descalzos al colegio y solo se ponen las alpargatas en las puerta. Como harina de almortas que me enferma de escorbuto, soy una generación desnutrida. Soy una legión de hombres que aran la tierra con rejos poco afilados o con manos callosas de uñas negras. Tiro del yugo de las bestias con más ansia que ellas, porque mi hambre es infinita, sé que durará generaciones y nunca se saciará.

Soy un mar de obreros que riega los campos con su sudor. Mares de hoces y de sombreros de paja que sueñan cabalgar trillas frente al viento. Graneros que crecen migaja a migaja pese al hambre para que los siguientes tengan alguna oportunidad. Bosques de caras que se levantan al cielo gritando “Agua, coño”, desafiando a Dios a ver si tiene arrestos para ahogarnos a todos, porque en esta tierra nunca lloverá lo suficiente.

Soy generaciones que progresan y sustituyen viejos aperos por tractores y máquinas empacadoras, las que amplían los negocios y siguen creciendo. Soy también sus hijos cuando vendo el patrimonio egoístamente a cambio de un fondo de inversión. Ahora despilfarro, vivo a lo grande y no pienso en el mañana, para que la siguiente generación a la cual también pertenezco seamos funcionarios mileuristas hacinados en pisos diminutos que deben medio culo al banco y otro medio al estado. Pero sueño con tener un pedacito de tierra propio y cultivar productos ecológicos para no comer basura.

En la mitad de mi día estoy triste. Soy una masa de ancianos reventados por el trabajo que en lugar de descansar justamente cuidan de los nietos, cocinan croquetas y tortillas con manos devastadas por la artritis o por el párkinson. Una plaga de egoístas sobrealimentados asola el país porque no sabe lo que cuesta ganar cada migaja que comen de nuestro cesto. Nadie valora el esfuerzo, el progreso. Cada uno solo se mira a su ombligo y no cabe más egoísmo en mi día ni en mi mundo.

A la una de la tarde llega la enfermedad que nos desenmascara. Algunos acopian alimentos para la cuarentena sin pensar en los demás. Los gestores y los voceros repiten mantras obsoletos de libros de márquetin escondidos en el rincón o bajo la alfombra como avestruces. El mundo se derrumba por el puro egoísmo, por mí mismo. Hoy he muerto muchas veces solo y desatendido por el colapso sanitario en una residencia.

Pero algo acontece, mis manos con artritis empiezan a tejer máscaras que nunca utilizaré pese a que me descartarían en un triaje. Me dedico al trabajo con la misma saña del principio, dándolo todo sin esperar nada a cambio. La enfermedad me despierta con una dura bofetada y soy una nación que actúa como un solo hombre. Las redes conectan a antiguos enemigos que desarrollan máquinas ingeniosas para salvar vidas. En el confinamiento contamos las viejas historias del principio de los tiempos al calor del fuego, nos empezamos a conocer entre nosotros y los niños aprenden el sentido de la vida.

Por la noche me he convertido en los supervivientes que salimos del encierro para damos cuenta de lo que somos, de lo que siempre fuimos. Pero que ahora ya no lo queremos olvidar. Vemos de forma diferente el exterior, está lleno de personas como nosotros en lugar de objetos. La enorme marea ha conectado a naciones y por primera vez se valora a los que sanan el cuerpo y el alma por encima de los que vendían un mundo falso en la pantalla, de los futbolistas o millonarios. Ahora sabemos por qué están tristes y nos dan pena. Se empieza a valorar el esfuerzo, se apoya al que tiene un don para que cumpla su destino en el grupo, de la misma forma que se hacía en la tribu al principio de los tiempos. He sido científicos que olvidan rencillas y encuentran la vacuna de muchas enfermedades, liberando las patentes para que sean públicas y accesibles. Gratuitas. Por primera vez el dinero no es lo más importante.

En las últimas horas de mi día soy millones de hombres que escuchan. Que aprenden con respeto, que regresan a la Universidad como a un abrevadero del alma. Soy el niño de espaldas al televisor que empieza a leer un libro de papel tras aspirar su olor y que prende una llama que ya jamás se apagará. En la última hora de mi día no sé si tendré un mañana, si despertaré recordando la historia de mi estirpe humana, o si simplemente me desvaneceré en la penumbra para abonar con mis restos la senda de los que precedo. Poco me importa, porque yo soy grupo, soy especie. Soy todos los individuos desde el comienzo de nuestro viaje. Yo soy tú.

El anciano con Alzheimer

Lo encuentro desorientado. Lleva algún tiempo caminando, está cansado y se ha sentado en un banco del parque. Cada poco tiempo levanta la cabeza, intenta orientarse mirando alrededor. Se levanta del banco, camina unos pasos dolorosos, arrastrando mucho los pies, como si la pequeña distancia que se separa de la acera fuese capaz de devolverle la localización. Ahora camina hacia el otro lado del banco, separa los brazos del cuerpo y gira la cabeza con un rictus de pánico, de tristeza. De ausencia.

Conozco bien esa sensación. Hace mucho que vivo en la calle. Entiendo perfectamente su mirada, por lo que está pasando. El sentimiento de soledad que te asfixia, de fracaso. De que la vida, si es que se puede llamar así, solo va a ir a peor y que el resto de tu tiempo lo será hasta que seas capaz de aguantar el dolor. Así de simple. Solo puedo ofrecerle mi compañía, compartir mi soledad con él. Es todo lo que tengo. Me siento a su lado.

No me puedo comunicar con él. Balbucea frases incoherentes, se calla y me mira sonriendo, como pidiendo perdón. No puedo identificar de dónde viene. Permanezco con él. Decido que es mi amigo, y que lo que pase nos pasará a los dos por igual. Es lo que me enseñaron de pequeño. No te voy a dejar en la estacada. La palabra de un vagabundo como yo tiene valor de ley, porque quizás es lo único valioso que tengo. Eso y mi orgullo magullado, pisoteado.

No tiene que llevar mucho tiempo perdido. Se mira constantemente un viejo reloj de cuerda en su muñeca. Poco a poco se va tranquilizando a mi lado. Pasan los minutos en silencio, pesados. Deja de mirarse la muñeca y ha asumido que el banco es su refugio. Junto a mí. Empieza a hacer frio. No lleva ropa de abrigo, al igual que yo. Me acerco para darle calor con mi cuerpo, para parapetarlo del viento del norte que entra encajonado por la plaza, traicionero, haciendo remolinos con las primeras hojas caídas de los árboles. Lo conozco bien y no me gusta. Pienso en si tendrá familia que lo esté buscando, o estará solo como yo. Si tiene familia lo tienen que estar pasando mal. Caigo en la cuenta de que su reloj no hace ruido. Está parado. ¿Cuánto tiempo llevará así?

Hace más frio. Empieza a tiritar. Nos hacemos un ovillo, como las ovejas en los lentiscos. Veo una luz azul que se aproxima por el otro lado del parque. Nos sobrepasa, pero da la vuelta. Ahora se ven dos luces blancas potentes que nos iluminan. Baja del coche un policía hablando por el comunicador y enseguida pone una mano en el hombro del anciano. Le colocan una manta térmica encima y le hacen muchas preguntas. El anciano sonríe, pero no responde. Solo me mira con la misma expresión ausente. A mí no me dicen nada porque soy invisible, como todos los vagabundos. Ya estoy acostumbrado.

Aparece una ambulancia y ahora le colocan aparatos para medir la tensión, para auscultarlo. Le han traído un café caliente. Le siguen haciendo muchas preguntas, pero siguen sin respuesta. Mi amigo solo sonríe como pidiendo perdón y me mira de reojo. Permanezco a su lado, un poco desplazado por los sanitarios. Le hablan con palabras amables y lo tumban en una camilla. Cuando lo van a introducir en la ambulancia intento subir con él. Uno de los enfermeros me da un empujón, pero vuelvo a intentarlo. Permanezco a su lado. Es mi amigo. Puedo ser lo único que tiene. Me vuelven a apartar, pero me meto dentro de la ambulancia. Ahora el sanitario cambia su actitud, me mira a mí y luego al anciano, que me está mirando a su vez. Parece comprender. Sonríe y me dice “vamos, sube”.

La historia acaba bien. Por cierto, no os lo he dicho. Quizás tenía que haber empezado por ahí. Soy un perro vagabundo. Parece ser que ahora tengo algo de notoriedad, porque la prensa ha difundido la noticia de que un perro callejero custodia toda la noche a un anciano de 75 años con Alzheimer, Francisco, que se había perdido. Que yo había pasado desapercibido en los primeros momentos de la localización hasta que pretendí subir a la ambulancia con mi amigo. Sabía que si subo a un coche la cosa acabaría en una perrera, pero ya os he dicho que decidí no dejarlo en la estacada, tal y como aprendí desde cachorro. Parece ser que la familia de Francisco, tras conocer el noble acto del animal, se puso en contacto con la Policía Local para interesarse por mi adopción. Quizás la historia ha tenido final feliz para los dos, pero no considero que haya hecho ningún acto de especial nobleza. Simplemente lo que debía hacer para con un amigo. ¿Es que los humanos no os comportaríais igual?

La maleta de Irene Villa

Al hilo de algunas noticias recientes relacionadas con el entorno de episodios que acabaron con tiros en la nuca –o mejor dicho, el papel de celofán con el que se envuelven-, me gustaría recuperar una reseña que publiqué sobre una persona que nos puede aportar algo sensato en este despropósito actual. Es una persona que puede hablar en primera persona sobre ese asunto, y vaya si es un ejemplo en muchos sentidos para todos. Se llama Irene Villa, me la crucé en la estación del AVE y publiqué el artículo que os incluyo a continuación. Tuvo el detalle de responderme agradeciéndomelo vía Twitter, y es la seguidora de la que me siento más orgulloso, si os soy franco. Ella es un ejemplo para esta sociedad y por desgracia yo no soy tan noble como ella. A veces me llevan los demonios y es por eso que escribo estas palabras para exorcizarlos. Ojalá tuviéramos más personas como ella en todos los estamentos de la sociedad (cuanto más altos los estamentos, mejor). Cuánto nos hace falta.

El pasado viernes, esperando a un tribunal de una tesis doctoral, puede ver a Irene Villa en la estación del AVE de Ciudad Real. Supongo que venía desde Almagro, donde había sido invitada a contar su historia de superación en el I Foro de Mujeres Cooperativistas de Castilla-La Mancha (esto lo supe por la prensa días después). Se despedía de dos acompañantes e iba a pasar al control de acceso. Crucé con ella una mirada un poco más larga de lo habitual, la que dedicas a alguien que te resulta familiar pero no estás seguro o no acabas de reconocer del todo. Esto es muy usual en una ciudad-pueblo tan pequeña como esta, en la que todas las caras te acaban sonando y es francamente difícil ubicar un cruce rápido de miradas; especialmente si has estudiado, vivido y dado clase muchas décadas aquí. Porque muchas caras han podido ser transeúntes de la plaza jugando al deporte de la capitalilla de “ver y dejarse ver”, compañeros de estudios en la biblioteca de la Uni, de actividades deportivas, colegas lejanas de barra, compañeras de residencia o hasta alumnas ya hace mucho. A esto sumen mi despiste habitual y un poco de miopía, un desastre.

Pero la extraña familiaridad de esa cara sabes que es demasiado cercana. De la que tienes en tu memoria permanente. Y tres segundos más tarde efectivamente la reconoces porque forma parte de tu historia, de hecho es la historia de tu país. Es Irene Villa.

Os voy a describir las emociones que me evocó sin filtro alguno. Lo primero que ves antes de que la reconozcas es que es una mujer guapa. Que te mira con calma y seguridad, incluso con algo de cercanía familiar, lo que te hace suponer que la conoces. Va vestida con ropa cómoda, como corresponde a quien emprende una jornada de viaje, o a una persona práctica por encima de todo. Lleva una muleta y deduces por los movimientos al caminar que  debajo de un pantalón deportivo muy chulo lleva dos prótesis. En ese momento caes en la cuenta y se mezclan dos emociones a la vez, ternura y admiración. Sigues observando sin pretender incomodar.

Está cansada, pero no se queja, creo que es un hábito de su vida. El último saludo a los acompañantes y se pone en la cola con un trolley gris. Cuando se apoya en la muleta y oscila parece más cansada. El guardia de seguridad le indica que pase la maleta por la cinta. Está de espaldas a mí, pero creo haber detectado por su gesto una milésima de segundo de decepción. Cuando se inclina para meter la maleta se desequilibra un poco y se me para el corazón. Puede ser sólo mi percepción porque ya no soy objetivo, soy egoísta porque esa mujer es una parte de mí como lo es de todos. Súbitamente empiezo a sentir lo que debe ser padre en cuando a sufrir dolor en un cuerpo ajeno. Recupera el equilibrio (posiblemente no lo perdió nunca), sigue su camino y la dejo de ver. En ese momento solo pienso en darle una colleja al guardia de seguridad por no haberla dejado avanzar sin necesidad de haber pasado la maleta y cuadrarse como es debido, ya de paso. Creo que no es precisamente sospechosa de que lleve una bomba en la maleta. Todos, absolutamente todos, sabemos que no le gustan las bombas.

Sé que el de seguridad está haciendo su trabajo, pero precisamente muchas normas están para ser saltadas en ocasiones. Esa es la grandeza de las grandes ocasiones y de las grandes personas. Pero después de desquiciarme, reflexionando un poco niego con la cabeza y creo que está bien así, porque la ha tratado como a una persona más. Hace mucho que ella pasó página, desde aquel triste día cuando tenía doce años. De otra forma no se puede ser psicóloga, periodista, medallista, escritora o madre. Que hay que aceptar las malas bazas de la vida, sobre todo cuando implican perdonar y olvidar. Y esa es efectivamente la cuestión, perdonar de verdad, sin reservas, para no tener excusas. Como decía mi amigo Amador García Carrasco de la tertulia del Casino de Madrid: cuando perdonas tiene que ser de verdad, olvidando la ofensa. Tratando al otro como si fuera uno más, es la única forma de que ya no sea una excusa, una lastra. Entonces eres plenamente libre.

Y os aseguro que vi una mujer libre. Feliz, pese a que haya derramado en su momento mares de lágrimas. Porque la justicia del ojo por ojo acaba con el mundo ciego, como decía Gandhi. Y reflexionando sobre la triste realidad de los días que vivimos, echo de menos a más personas como Irene Villa en muchos ámbitos. No hay que revolver en el pasado, en el que cometimos demasiados errores para volver a repetirlos. La única enseñanza que me legó mi abuelo sobre política fue ésta: “Ignacio, nunca dejes que aquello se vuelva a repetir…”. Esas palabras sencillas son un enorme monumento a la razón y a la sensatez, dos conceptos que escasean hoy día.

No hay excusas que valgan. Irene Villa tendría todas las que quisiera para evitar el control o esperar como todos en el andén, para no seguir avanzando. Pero el pasado no existe. Aferrarse a la rabia o al rencor es lógico, pero es una trampa. Es el patrimonio de los viejos de espíritu, de los débiles, de los cobardes. Porque hay que subirse al tren de la vida, el que nos permite avanzar, el que nos lleva a casa. Joder, cuánta gente así nos hace falta, rediós.

Señales de alerta de fascismo, según Umberto Eco

Hace algunos años el genial escritor y profesor italiano Umberto Eco elaboró una lista sobre indicios de que una determinada situación social puede derivar peligrosamente hacia un estado fascista. A lo largo de la reciente historia del mundo se ha podido constatar la validez de la lista, constituyendo esta una especie de prueba del nueve, o de test de Voight Kampff como el que utilizaban en Blade Runner para descubrir a los replicantes.

Lo bueno de los científicos es que tenemos un pensamiento crítico, que se suele sustentar en pruebas, en evidencias que permiten avanzar o comprobar que algo es correcto, en vez de hacer caso de bulos o de lo que dicen por la tele unos u otros. Pues releo la lista de señales de alerta de Eco (como he hecho muchas veces a lo largo de décadas porque creo que siempre ha funcionado), y he de reconocer que me empiezo a asustar un poquito.

Solo os ofrezco que hagáis mi misma lectura, siendo objetivos, con mentalidad abierta:  

Señales de alerta de fascismo (Ur Fascism, U. Eco):

  • Culto a la tradición y a las raíces.
  • Miedo a lo diferente, al cambio, inmovilidad.
  • Necesidad de un estado de amenaza.
  • Exaltación de la voluntad popular.
  • Oposición a la crítica.
  • Obsesión por conspiraciones y culpables externos.
  • Proclamación de un líder (la voz del pueblo).
  • Control y represión de la sexualidad.
  • Actuar antes que razonar.
  • Lenguaje limitado y repetitivo.
  • Apelación a una clase social frustrada.
  • Rechazo a las ideas modernas.

Igual es el aislamiento, pero barrunta tormenta… Veo alertas por todos sitios.

Foto: Facebook.com/pictoline

Cómo fortalecer el sistema inmunológico (complementos, superalimentos, dietas y aprovechados)

Precisamente ahora es importante, poco os tengo que convencer dada la que está cayendo, o mejor dicho, la que no podemos ver que cae debido al (espero último) confinamiento. Es un hecho que en las farmacias las estanterías de complementos se han agotado, o que la gente se toma especialmente en serio lo de la alimentación sana y su relación con la salud. Pero también en estos momentos es cuando aparecen aprovechados que, como en tantos ámbitos, intentan mezclar churras con merinas para vendernos mercancía de mala calidad que pague una jubilación dorada; o adoctrinarnos con argumentos de troll para labrarse una notoriedad en redes sociales y en los medios que al final siempre tiene repercusión económica, qué curioso.

Por eso os quiero ayudar a discernir sobre el tema, mostrándoos los distintos planteamientos y argumentando para que vosotros seáis los que decidís. Creo que no es difícil, si se saben separar los conceptos las cosas son simplemente razonables. El problema es que el truco de los trileros consiste en mezclar una mentira entre dos verdades y por eso nos confunden.

Os planteo el primer argumento trucado: los complementos no son necesarios porque un cuerpo sano no necesita nada más que comida sana, cualquier complemento no aporta nada. Va seguido de este segundo: los superalimentos son una engañifa, nada cura el cáncer ni el Covid19. Estas afirmaciones son una mezcla de verdades a medias con una afirmación final que mezcla injustamente churras con merinas.

Os deshago el enredo. Efectivamente un cuerpo sano no necesita nada adicional (verdad). Pero eso de la salud habría que definirlo bien, sobre todo con el tipo actual de vida, si se puede llamar así. El cuerpo no está preparado para el estrés (físico, psicológico y de contaminación) al que le sometemos como especie los últimos 80 años. Es mucho mayor que el que sufrió en los últimos 20 mil años, comida basura incluida. Esto de alguna forma se debe compensar con una alimentación perfecta (si la encuentras, que esa es otra historia). Otro tema que se omitía adrede es el aspecto de la prevención o la de compensar ciertas carencias del organismo. Estas pueden deberse a algo puntual como un examen o una enfermedad leve, o bien a circunstancias más duraderas como una enfermedad crónica o una etapa vital como la vejez. En estos casos los complementos son más que recomendables si no encontramos la difícil alternativa alimentaria. Pensad el ejemplo de la vitamina D después de estar encerrados casi dos meses, o el caso de los ancianos con malos hábitos alimentarios, algunos debidos desgraciadamente a la escasa paga. Pues eso.

Me meto con los superalimentos, nombre que se inventó algún periodista, seguro. A ver, hay alimentos con propiedades saludables que se conocen desde toda la vida, y que curiosamente forman parte de la alimentación sana que siempre se recomienda. En mi caso llevo 20 años trabajando con el ajo, y cada día me fascina más. Y ojo, yo no hago nada más que corroborar lo que decía la tradición de la abuela desde hace más de 4000 años. No he inventado nada nuevo. Otra cosa es quererles atribuir propiedades milagrosas. O que en vez de fortalecer el sistema inmunológico, -que es el que se enfrenta a las enfermedades-, pretender que estos alimentos curen directamente las enfermedades es otra cosa muy diferente. El problema es que hay mucha información ambigua en internet, muchos charlatanes propagadores de bulos sin contrastar, y desgraciadamente gente desesperada que cae en las manos de estafadores sin escrúpulos. Pero creo que la razón, la sensatez en todo y hacer todas las preguntas que hagan falta exigiendo las justificaciones pertinentes es un buen camino para diferenciar churras de merinas.

Sobre dietas lo más importante (también para que la dieta funcione) es la salud. Lo que hace bajar peso, aparte de limitar un poco la comida, es el aumento de la actividad física o del metabolismo para quemar calorías. Y esto no lo puedes hacer si de repente dejas de comer a lo loco. Lo que consigues por la falta de alimentación es enfermar y a lo sumo el cuerpo que no es tonto se acostumbra a comer menos, se vuelve más eficiente, y cuando quieres volver a comer un poco más engordas. Se llama efecto rebote.

Dentro de los que entienden de alimentación, desconfiad los que han inventado una dieta milagro con su nombre o que venden la de otro. En el gremio de nutricionistas me gusta el Dr. Ramón de Cangas, que lo primero que percibes ya por su foto es que es una persona saludable. Expone ideas lógicas y anima a comer de todo con buenos hábitos y buenos productos. Lo que os comentaba.

Y ojo con los complementos baratos de herboristería. La legislación actual es una trampa, que mete en el mismo saco a productos con ensayos clínicos y a simples mezclas que cuando las analizas no tienen nada de lo que publicitan. Mal tampoco hacen, pero no hacen nada. Pero, por el otro lado, que algo sea caro tampoco asegura nada. Hay nombres famosos en farmacia que van por ese camino del engaño. Recordad la sensatez a la hora de decidir y que se os tienen que dar todas las respuestas. Hasta el final.

En resumen, si disfrutas de una salud perfecta, disfrútala o reviéntala. Pero existen también estados carenciales. Hay alimentos con diferente perfil nutricional, y algunos muy buenos para ciertas carencias. Milagros no hacen ninguno, pero afinar el sistema inmune os aseguro que previene enfermedades. Decídselo a la gran cantidad de nonagenarios que tienen el hábito de tomar un diente de ajo crudo al día. Milagros no pidáis, eso dicen que en Lourdes.

Al final mi consejo es que os fiéis de gente que os de razones, hasta el final (que se pilla pronto a un mentiroso). Confiad en gente que tenga curriculum científico y no likes en redes sociales. Y lo que comentaba antes, que ningún discurso radical y transgresor (ni en alimentación ni en nada) viene para cambiar repentinamente el mundo, por lo menos a bien. Al contrario, los argumentos si son sensatos y encima coinciden con los consejos de las abuelas, andan por el buen camino.

Queridos hijos de puta

Este artículo no es políticamente correcto, luego no os quejéis si seguís leyendo. Os doy una última oportunidad, venga, de elegir la pastilla azul y seguir narcotizados viendo la telepantalla. Lo siguiente para los de la pastilla roja…

Pues este artículo lo dedico a todos los chavales jóvenes e inconscientes que creen que son inmortales o que pasan de todo. O que ni siquiera pasan, que es mucho pensar. De esta forma igual me ahorro el trabajo de increparos uno a uno, porque he empezado físicamente y no doy abasto. Esto va sobre el uso de las mascarillas y sobre el cumplimiento de las normas. Entiendo el espíritu de rebeldía y que os la pele todo, pero lo que no puedo asumir es que vuestra actitud esté matando a miles de personas. Estoy harto como todos del encierro, ese en el que erais los primeros que salíais a aplaudir. Pero se os ha olvidado pronto, porque la mayor parte de vosotros no lleváis la mascarilla puesta, o la lleváis enmarcando el óvalo facial quinceañero en el cuello. Ya sé que vais de caza y lo de las hormonas y eso. Pero que el resto de la gente, sobre todo los viejos y los de siempre cumplen las normas y esta vez el repunte está siendo a causa de los jóvenes y de cómo propagáis la segunda ola pese a que pensáis que a vosotros no os pasa nada.

Pues sí pasa. Pasa que sois unos hijos de puta asesinos. Sé que nadie os ha hablado así en vuestra vida, pero habéis elegido la pastilla roja, la otra. Igual no habéis visto a gente mayor morir como perros, o la puta desesperación de los sanitarios a los que aplaudíais, los mismos a los que ahora les dais más trabajo. Seguid así, lo vais a pasar muy bien cuando papá o mamá se hayan muerto asfixiados y no puedan pagar vuestros caprichos.

Y reflexiona reflexionando caigo en la cuenta que la culpa no es vuestra. Estáis haciendo simplemente lo que veis y lo que os permitimos hacer. Sois un reflejo de los valores de una sociedad cuyos bisabuelos y abuelos levantaron un país de los escombros, pero que los siguientes fueron unos mierdas que olvidaron cada gota de sudor que derramaron los primeros para ahora despilfarrarlo todo (cosas e ideas). Y claro, aquello que se olvida no se puede transmitir. Y paradójicamente en la era de la información no habéis tenido acceso a la más valiosa para la vida.

Vuelvo a mirar a la tele y al panorama mediático y ahora lo comprendo. Sois unos ninis sobreprotegidos que no sabéis el precio de las cosas. Ni lo que ha costado ganar cada uno de los derechos que tenéis asumidos de nacimiento; fliparíais si sospechaseis que ese precio fue, literalmente en algunos casos, sangre. No hay valores morales en los que os reflejéis. Lo único que importa es el euro, en todos los estamentos. No hay vergüenza, no hay profesionalidad por encima de todo. Solo está el sucio dinero.

Al final mi queja la tengo que enfocar a muchos de nuestros gestores políticos (tengo para todos los colores, no os preocupéis). Como dice el juez Calatayud, tenemos los políticos más tontos de la historia de la democracia –o de la historia, a secas-. Honrosas excepciones hay, algunos buenos amigos, pero son raros ejemplos de un mundo que desde hace décadas está montado para el pelotazo y el latrocinio.

Una pena. Pienso que el miércoles justo antes del confinamiento os subisteis el sueldo los señores diputados y me llevan los demonios. Sobre todo porque durante los siguientes tres meses todos habéis cobrado las dietas sin falta, me pregunto cómo hacíais para fundir ese buen pico en taxis por vuestra casa, cabrones. Y si alguno os acordáis de una cosa que se llama vergüenza o profesionalidad, teniendo en cuenta lo que sois –un referente- y la que estaba cayendo. Pues el mensaje que habéis mandado ha calado perfectamente en los jóvenes y se comportan de forma coherente con vuestra actitud.

Me siento como cuando nos castigaban a todos porque el tonto de la clase había liado alguna por gilipollas. Pues llevamos así veinte años con la puta política. Y la pena es que como estáis tan sobreprotegidos y sobrecomisionados no os dais cuenta de lo que pensarían y harían aquellos hombres de la sangre sobre los que hablaba antes y sus políticos, que eran estadistas de verdad. Los que tuvieron ovarios para ponerse de acuerdo para evitar que la sangre volviera a manar.

No doy ideas, pero los habitantes de Irán, hartos de la corrupción política endémica, después del terremoto no se han conformado con las excusas blandas habituales de sus dirigentes. Simplemente han empezado a instalar cadalsos en las principales avenidas. Y ha sido mano de santo, porque han dimitido en bloque los políticos de todos los partidos. ¿Veis como al final el dinero no es lo más importante?

LAS DOS FRONTERAS

En este siglo XXI quedan ya pocas fronteras con lo desconocido. Barricadas desde la que algunos románticos todavía resisten a las máquinas, al mundo virtual o a la influencia de los poderosos. Reductos en los que se lucha a pesar de que se sabe que la guerra está perdida, y esta es la auténtica grandeza. Como decía James Stewart en Caballero sin espada, “las únicas causas por las que merece la pena luchar son las perdidas, porque aun sabiendo que no se puede ganar se continúa luchando…” Esto lo dice todo de las causas, y de sus defensores.

Una de las fronteras con los límites de la mente es el ajedrez. Parece un juego inventado por el diablo para desafiar la inteligencia, para ganarnos siempre, porque supera nuestra capacidad de análisis. Precisamente ese desafío, calcular movimientos más allá de nuestra capacidad, en la bruma del incierto final de la partida, es lo que atrae a la lucha a nuestros mejores estrategas, los que no se rinden nunca. En su contra, la inteligencia artificial surge como el diablo del futuro -o su peor creación, no hay diferencia-. Y un Demonio llamado Deep Blue, consigue en 1996 ganar por primera vez una partida al campeón del mundo Gary Kasparov, en condiciones normales de torneo, con un tiempo de control igual que en las competiciones oficiales de ajedrez. Al final Kasparov logró reponerse y consiguió ganar el torneo 4-2. Fue la última victoria del hombre, porque al año siguiente Deep Blue ganó el campeonato y supimos que la guerra estaba perdida. Desde entonces las máquinas no dejaron de mejorar a una velocidad que no somos capaces de determinar, ese es el problema. Hoy hay ordenadores cuánticos capaces de resolver cualquier partida –cualquiera- con ocho piezas sobre el tablero. Ya no es una cuestión de jugar mejor que el oponente. Analizan cualquier combinación y antes de mover saben cómo ganar. Cuando sean capaces de hacer lo mismo con 32 piezas –no falta mucho creedme-, el juego habrá acabado. Su noble alma se habrá perdido para siempre.

Pese a todo, los ajedrecistas resisten, tenaces. Algunos, incluso, transitan por otra frontera, el umbral de un territorio más salvaje aún que el que delimitaba el muro de Adriano. Me refiero a la igualdad de derechos de las mujeres. Recientemente ha acontecido uno de los gestos a los que aludía que definen causa y luchador, con escasa repercusión en los medios. Pero os recuerdo que esto es una barricada, por eso os quiero hablar de dos ajedrecistas, las ucranianas Anna y Mariya Muzychuk.

Estas navidades han antepuesto sus valores al éxito y el dinero, rechazando participar en el Campeonato Mundial de Arabia Saudí como protesta por las exigencias en la vestimenta de las mujeres o el veto a los jugadores israelíes. Anna fue desposeída de los títulos mundiales en categoría rápida y relámpago por no acudir al torneo. El impacto económico le hubiera supuesto unos 150.000 euros, pero hay luchadoras que no se venden ni por esa cifra, por increíble que parezca en nuestro mezquino mundo. Simplemente no estaban dispuestas a cubrirse al abandonar la sala de juego o al visitar la ciudad, aunque de forma extraordinaria la organización quiso suavizar las normas durante las partidas como consecuencia de su protesta. Ellas no estaban dispuestas a jugar en un país donde los derechos de las mujeres son violados por completo. Donde son tratadas como criaturas de segunda. La libertad para elegir lo que se viste, para poder salir a la calle sin compañía, para no aceptar normas estrictas dictadas por cobardes tiranos no es una opción, es un derecho que no está en venta. Para ellas al menos.

James Stewart sonreiría de esa forma especial con sus ojos por ese gesto que quizás sea estúpido. Vosotros decidiréis si merece la pena. Hace muchos años, Borges definió este deporte de una forma bellísima: “Dios mueve al jugador, y éste las piezas. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?…” Creedme, amigos. Hoy estoy convencido que ese Dios que empieza el misterio del ajedrez es mujer, pese a quien pese.

El señor Amato y los plantones de olivo

Esta es otra historia real de un personaje digno de aparecer en los libros. Me encontraba de vacaciones en Sicilia, disfrutando de la invitación de mi amigo Giuseppe en su casita de campo en la preciosa isla de Favignana. Esta tiene forma de mariposa, con un pueblo al que se accede en ferry y una pequeña porción de terreno donde se diseminan casas de verano como la suya a lo largo de unos 20 km, todo lleno de recovecos y de playas y calas desiertas. No se puede llevar el coche en el ferry, allí solo funcionan unos pocos vehículos viejos para residentes que se conducen pausadamente y muchas motos y bicicletas. Para que intuyan el ritmo de vida en la isla, mi amigo se dejaba el reloj en su casa de Palermo cuando iba de vacaciones y se regía allí por el horario de su metabolismo. La casa era modesta, pero no soy capaz de calcular el valor –ni el precio- de una residencia en una isla declarada reserva natural, en la que desde la terraza del primer piso se ve el mar. Y encima tuvo suerte, porque pudo hacer un pozo y mantener un jardín extraordinario, dado que allí no se puede regar con agua potable. El caso es que un día me pidió que lo acompañara a comprar plantones de olivo al vivero. Cuando llegamos me guiñó un ojo y me dijo que iba a conocer a un personaje: el señor Amato.

Este era un hombre de unos sesenta y pico años, de pelo blanco, bajito. Amable y charlatán. Pero el tipo de personas que saben hasta cuándo hablar y cuándo no decir todo lo que se sabe; con ojos expertos cercados por arrugas, que miran inteligentes, que sopesan. Como todo en Italia, lo de la compra de los plantones era lo de menos, la excusa perfecta para la conversación, sobre todo cuando hay un extranjero de por medio. –Buen país, España, buen país –aseveraba serio. Al final el negocio pareció un favor mutuo entre amigos con mucha crítica al gobierno de por medio. Después del día anterior esas cosas ya no me causaban extrañeza, puesto que había sido testigo de una enorme sesión de filosofía por parte del albañil que mi amigo había contratado para hacer unas reparaciones. Por supuesto el arreglo no lo había acabado, pero me había dejado pensando el resto de la noche: la necesidad vital de trabajar, la tendencia del hombre a volver al mar, de donde vinimos evolutivamente, soluciones anarcoliberalistas a los problemas de la sociedad… El albañil filósofo, el ruido del mar y la vista de las lagartijas que cazaban mosquitos sobre una pared iluminada (el sustituto perfecto de la televisión para mi amigo), fueron una experiencia fascinante.

Y pese a todo el señor Amato superó lo anterior. Giuseppe me comentó que había luchado en la guerra colaborando muy joven con la resistencia frente a los alemanes. La que empleó las redes de información de la mafia para usar Sicilia como cabeza de puente en la entrada de los aliados por el sur de Europa. Allí estaba el señor Amato, que tuvo una vida muy dura. Cuando nos tomó confianza, relató que hace unos meses se habían presentado con una moto unos críos de unos 16 o 17 años para pedirle el pizzo, la cuota a pagar a la mafia, después de tantos años. El señor Amato se encogió de hombros y suspiró. Había visto demasiado, sobrevivido a una guerra y a tantas cosas en la vida para saber lo que hay que hacer y aceptar en cada momento. Afirmó pensativo y sonrió: “Sí, sí. Claro. Está bien. ¿Les puedo ofrecer un café? Voy a coger el dinero a la caja registradora y lo preparo”. Lo que sacó de la máquina fue un enorme revólver que puso en la sien del más alto de los chicos. “Desnudaos. En calzoncillos. Bien, ahora volvéis andando y le decís a vuestro jefe que venga a hablar conmigo si quiere cobrar”. Los chicos volvieron estupefactos, desnudos y a pie. A la semana siguiente se presentaron un par de adultos a cobrar con los que sí se tomó un café. Les explicó tranquilamente y mirándoles a los ojos que no les iba a pagar, que podían recoger la ropa de los chicos, pero que la moto se la quedaba por las molestias. Todo ello con la mano derecha en el bolsillo y con mucho respeto, con la misma seriedad con la que conversaba vendiendo plantones. El jefe de los cobradores regresó al coche y se despidió con una sonrisa fiera que mostraba un diente de oro. No volvieron a molestarlo.

La última la tuvo con el de la gasolinera. Cuando subieron otra vez el precio del gasoil llenó el depósito de su vieja furgoneta y pasó a ver al dueño de la gasolinera. “Vengo a decirte que eres un ladrón. Y que para compensar todo lo que me has robado estos años no te voy a pagar el depósito. He pasado a decírtelo para que no pienses que se me había olvidado por descuido. Hasta Luego. Arriverderci.” Con un par. Y ahí lo dejó boquiabierto y reflexivo. Así es el señor Amato. Qué pena que no tengamos uno en cada pueblo. Imagínenselo, incluso, de alcalde. Je, je, esto no sería España, obviamente. Sería un país de filósofos, como el albañil. O uno en el que se hubiera ahorcado a los ladrones y a los cobardes. Imagínenselo.