Será por el Covid, la luz, el gasoil o todo lo robado durante los últimos siglos. El caso es que cuando camino por Ciudad Real siento frío y tristeza. Parece que camino por una ciudad abandonada de las películas de Mad Max, o de la serie Walking Dead. El asfaltado de las calles es una piel áspera surcada por profundas cicatrices, violentos socavones, ondulaciones centenarias en el pavimento. Todo está sucio, languidece. Lleno de cadáveres de chicles, negros agujeros de bala en las irregulares baldosas que claman a gritos una ortodoncia.

Hojas caídas arrastradas por el viento que se mezclan con papeles de hace muchos, muchos días, carteles electorales amarillos del OTAN NO. Papeleras abarrotadas que huelen mal, grafitis por doquier pintados por niños megapijos que no saben la diferencia entre en arte y el vandalismo, -ni la ortografía, dicho sea de paso-. La calle Avenida de los Descubrimientos, ella solita, está llenando el infierno por las blasfemias de los transeúntes, ciclistas y conductores. Agujeros dentro de agujeros. Grietas que si te asomas causan vértigo. Un campo de minas.

En la calle Obispo Hervás -enfrente del Saint Tropez, para los que usáis mi misma clase de orientación barística-, hay un pozo que lleva a Australia (o al infierno) y se ha resuelto de momento poniendo un cono de señalización, que a las 24 horas estaba desplazado convenientemente de su sitio.
Quizás todo esto sea sólo un engaño para mis sentidos. Que este sea el estadio que precede a una nueva tierra. Que los profundos socavones que a su vez tienen socavones en el interior, no son sino el principio arqueológico de los nuevos pantanos que poblarán la tierra prometida. Que las enormes grietas en el asfalto son las líneas por las que discurrirán los ríos caudalosos de un estado futuro o el comienzo de la separación de nuevos continentes como cuando se dividió el Pangea primigenio. Incluso la Avenida de los descubrimientos igual está llamada a ser el circuito de resistencia más salvaje del automovilismo mundial, las 24 horas de Le Mans concentradas en 1,5 kilómetros.
Quizás me equivoco y se están empezando a cambiar las cosas. Pero es que no lo veo. Hace un año lanzaba aquí un mensaje de queja cuando una señora se cayó delante de nosotros en uno de los socavones enfrente de la Pérgola. He de decir que la reacción en Twitter por parte de alguien oficial fue inmediata, echándome la bronca por quejarme por ese medio y trasladando (con copia) al sitio donde se encargan de esas cosas y parece ser que se resuelven convenientemente. Pues la respuesta era muy digna, no lo discuto. Pero ya ha pasado un año y el socavón sigue en su sitio. Creo que el accidente geográfico (nunca mejor dicho) está un poco más alto, cosas de la tectónica de placas o de la deriva de los continentes. El caso es que la leyenda dice que desde su cúspide se ve el Mulhacén, y en días especialmente despejados, África.

Esto –por favor no me malinterpretéis-, no es una crítica a ninguna corporación municipal en particular, si acaso a todas: los agujeros y la porquería amontonada debajo de los coches y en las aceras tienen estratos de muchísimos períodos electorales. Pero comprended mi problema: no me quito de la cabeza la cara sangrando de la señora mayor, su cara de tristeza infinita, sus ojos verdes que quizás sabían que eso era el comienzo de algo no bueno. Eso me genera una ternura infinita para con el matrimonio y un encabronamiento y una vergüenza personal como contribuyente. Un buen amigo dice que igual lo único que se puede hacer es poner sábanas a los edificios y tirar asfalto desde helicópteros. No lo sé, el caso es que lo único que se me ocurre decir a los profesores extranjeros que nos visitan es que somos un escenario gigantesco para la próxima peli de Mad Max, o hilando fino, que estos son los restos devastadores del entrenamiento de la Legión Cóndor antes de su periplo de norte. ¿Creéis que va a colar?